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viernes, 8 de septiembre de 2017

Las primeras amebas. (En Hoy por Hoy León, 8 de septiembre de 2017)

No sé si lo sabes, pero compartimos más mecanismos genéticos con las amebas que los que nos diferencian. Solo eso explica que haya quienes piensan que quemar un monte puede tener algún beneficio. De todo lo que ha pasado este verano solo quiero hablarte del fuego. Lo demás no cuenta. Ni la playa, ni el Camino de Santiago, ni los baños en la poza, ni los paseos con el perro, ni la lectura en la hamaca del porche, ni los chorizos parrilleros en la barbacoa del jardín. Podríamos hablar de la sequía, es cierto, pero creo que todo se derrite ante el fragor terrorífico del fuego.

Y el fuego está en nuestras miradas, lo sé. El fuego es una metáfora de nuestro ser, porque chispean moléculas de toda condición en roces ardientes más allá de nuestra piel y alrededores, hasta en lo más íntimo de cada víscera, hasta en lo más sereno de nuestros sueños más plácidos hay fuego siempre eterno, que se enciende según medida y se extingue según medida —aquella cosa rara que le dio por decir al hipocondríaco de Éfeso—. Fuego y proporción. Somos lucha permanente, guerra de opuestos.

Pero con saber eso, con saber de la tensión de nuestro ser más real, con saber del fuego en el origen del orden, no basta para disculpar la barbarie del pirómano. Quizá tengamos clavadas en nuestra memoria genética las llamas de la hoguera de aquellas cuevas trogloditas. Quizá sepamos que cocinar nos dio una ventaja evolutiva ante los que nunca encendieron su cocina. Quizá la luz de las antorchas alumbró gestas que nos han hecho poderosos. Pero no. No podemos dejar que el beneficio de algunos, o la locura, o el descuido, arrasen la vida. Y no pienso en la Cabrera, que desde luego, sino también en Doñana o en el desolador dibujo de los montes portugueses.

Prender fuego es alimentar el miedo. Las primeras amebas solo tenían una ocupación: reproducirse. Tengo un amigo que lo traduce diciendo que, como puede verse, desde las primeras amebas lo único importante es el amor. Te dice eso y después te pregunta cuándo es la última vez que te has enamorado —otros te preguntan si estudias o trabajas, pero a él le gusta esto de las amebas y el amor—. La inercia de la naturaleza es la de mantenerse viva; pero nosotros, que somos naturaleza desnaturalizada, venimos a empujar para que no pueda hacerlo. Somos una especie de ameba prodigiosa que no colabora en su duplicación. Parece que para ti que plantas fuego, no hay más paz que mi cadáver. Un día habrá en el que el monte esté limpio, la ciudadanía concienciada y las cuadrillas anti-incendios cobren por no apagar los fuegos. Ojalá que no sea porque ya no queda nada que quemar.


Me parece que fue el lunes. En la tarde apacible de la chopera, junto al río, unas mujeres repartían naipes en un banco sobre un tapete improvisado con una especie de colcha. Metros más allá, algunos hombres jugaban al boliche y, en otras mesas más apartadas, unos jóvenes se dejaban las neuronas en una partida de ajedrez. El fuego estaba en la calma de los chopos, pero no ardían. En las terrazas las conversaciones quemaban oxígeno a litros sin ninguna combustión. La vida se escapaba por el césped. ¿Cuánto hace que te has enamorado por última vez? —me preguntó mi amigo. 

Amebas en duplicación.

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