Es
tan difícil olvidarse de la belleza de la vida de uno como recordar cada
instante de malas experiencias, cada error, cada paso mal dado. O quizá tan
fácil. Me cuesta decidir. Sé que olvido con facilidad: cada curso que comienza,
por ejemplo, olvido las caras y los nombres de los chicos que se fueron para
dejar sitio a los nuevos que aparecen en mis libretas de notas vacías a la
espera de la constatación de cómo se han ido alcanzando esos estándares de
aprendizaje de los que nos hablan las leyes. Me olvido con facilidad y sobre
todo me olvido con mucha facilidad del mal, en especial del mal que se me hace,
pero también —lamento tener que confesarlo— el mal que ocasiono.
Ayer
por la mañana me encontré con un amigo de tiempos mejores. Tiempos en los que
la economía era de otra manera; las minas producían carbón que no se quedaba
mirando llegar camiones extranjeros a las centrales térmicas; los campos daban
frutos porque no había esas heladas primaverales, esas sequías desnortadas de tiempos
de cambio climático; las empresas vendían sus productos y todo el mundo
compraba casas con dinero que los bancos prestaban con o sin esperanza de
recuperación, casas para vivir una vida buena, una vida de confort y alegría.
Este amigo mío —déjame que le llame Emilio por referencia a Rousseau y su idea
del buen salvaje— mantiene la elegancia de aquellos tiempos, la sonrisa y el
saber estar. Es un hombre de gran corazón y me serviría como ejemplo de que
cualquier hombre en estado de ausencia de civilización es salvajemente bueno,
no porque sea incivilizado, sino porque lo que pueda tener de perverso es
imputable a la presión salvaje de esta sociedad para triunfar. Me gustó
recordar con él esa otra vida. Me gustó sentir que, a pesar del tiempo
transcurrido, seguimos pudiendo decir que somos amigos. Y me gustó saber que se
nos han olvidado los malos ratos.
Y
resulta que unas horas antes me saludó en la Delegación de Hacienda una antigua
alumna, cuyo nombre he olvidado, que empujaba un carrito de bebé y llevaba un
niño de la mano. Si él es el Emilio, ella tiene que ser la Madre Coraje que nos
dibujó Brecht en su tragedia y la llamaremos Anna por esa razón. Esta Anna,
cuya belleza recordaba, amparaba toda su angustia en su necesidad. ¿Cómo has
llegado a esta guerra? —le preguntaría— ¿Qué vas a hacer cuando esta guerra terrible
te arrebate a tus hijos? Pero ella sonreía a todo el mundo y empujaba el carro
y tiraba de todo y salía fresca y airosa hacia la Gran Vía de San Marcos. La
guerra destruye a los débiles, pero esos revientan también en la paz, parecía
querer decir, como una más de las cientos de miles de Anna Fierling.
Son tiempos sombríos.
Verdaderamente son tiempos sombríos. La cosa es que seguimos comiendo y
bebiendo como si no lo fueran, como si todos nuestros problemas se resolvieran
siendo el centro de la gastronomía nacional, como si ese inmigrante que busca
cobijo en cualquiera de nuestros agujeros sociales no estuviera hecho del acero
del barco en el que escapó del miedo: duro como la piedra que ha tenido que
saltar. Olvidará todo para seguir sonriendo. Como tú y como yo que, si nos
dejan, caeremos al palo del percebe a la menor oportunidad, o al de la
morcilla, que en cuanto a manjares, todo es cuestión de capital.
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