No
sé si lo sabes, pero compartimos más mecanismos genéticos con las amebas que
los que nos diferencian. Solo eso explica que haya quienes piensan que quemar
un monte puede tener algún beneficio. De todo lo que ha pasado este verano solo
quiero hablarte del fuego. Lo demás no cuenta. Ni la playa, ni el Camino de
Santiago, ni los baños en la poza, ni los paseos con el perro, ni la lectura en
la hamaca del porche, ni los chorizos parrilleros en la barbacoa del jardín.
Podríamos hablar de la sequía, es cierto, pero creo que todo se derrite ante el
fragor terrorífico del fuego.
Y
el fuego está en nuestras miradas, lo sé. El fuego es una metáfora de nuestro
ser, porque chispean moléculas de toda condición en roces ardientes más allá de
nuestra piel y alrededores, hasta en lo más íntimo de cada víscera, hasta en lo
más sereno de nuestros sueños más plácidos hay fuego siempre eterno, que se
enciende según medida y se extingue según medida —aquella cosa rara que le dio
por decir al hipocondríaco de Éfeso—. Fuego y proporción. Somos lucha
permanente, guerra de opuestos.
Pero
con saber eso, con saber de la tensión de nuestro ser más real, con saber del
fuego en el origen del orden, no basta para disculpar la barbarie del pirómano.
Quizá tengamos clavadas en nuestra memoria genética las llamas de la hoguera de
aquellas cuevas trogloditas. Quizá sepamos que cocinar nos dio una ventaja
evolutiva ante los que nunca encendieron su cocina. Quizá la luz de las
antorchas alumbró gestas que nos han hecho poderosos. Pero no. No podemos dejar
que el beneficio de algunos, o la locura, o el descuido, arrasen la vida. Y no
pienso en la Cabrera, que desde luego, sino también en Doñana o en el desolador
dibujo de los montes portugueses.
Prender
fuego es alimentar el miedo. Las primeras amebas solo tenían una ocupación:
reproducirse. Tengo un amigo que lo traduce diciendo que, como puede verse,
desde las primeras amebas lo único importante es el amor. Te dice eso y después
te pregunta cuándo es la última vez que te has enamorado —otros te preguntan si
estudias o trabajas, pero a él le gusta esto de las amebas y el amor—. La inercia
de la naturaleza es la de mantenerse viva; pero nosotros, que somos naturaleza
desnaturalizada, venimos a empujar para que no pueda hacerlo. Somos una especie
de ameba prodigiosa que no colabora en su duplicación. Parece que para ti que
plantas fuego, no hay más paz que mi cadáver. Un día habrá en el que el monte
esté limpio, la ciudadanía concienciada y las cuadrillas anti-incendios cobren
por no apagar los fuegos. Ojalá que no sea porque ya no queda nada que quemar.
Me
parece que fue el lunes. En la tarde apacible de la chopera, junto al río, unas
mujeres repartían naipes en un banco sobre un tapete improvisado con una
especie de colcha. Metros más allá, algunos hombres jugaban al boliche y, en
otras mesas más apartadas, unos jóvenes se dejaban las neuronas en una partida
de ajedrez. El fuego estaba en la calma de los chopos, pero no ardían. En las
terrazas las conversaciones quemaban oxígeno a litros sin ninguna combustión.
La vida se escapaba por el césped. ¿Cuánto hace que te has enamorado por última
vez? —me preguntó mi amigo.
Amebas en duplicación.
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