“Se ha tenido que ir a Perú. No me duele que se vaya, porque mi
hijo ya anduvo por medio mundo, que fue mochilero en China y se recorrió media
Europa. No me duele que se haya ido. Lo que me duele es que se haya tenido que
ir”. Me lo contaba el miércoles la madre de un ingeniero, un muchacho de
veintitantos años que se ha tenido que marchar para poder trabajar, uno más de
esos nueve mil y pico que dice el INE que han dejado la provincia de León para
irse a vivir fuera de España en los últimos dos años. Y aquí se queda la madre
que tanto se esforzó para que su hijo tuviera una educación, para que conociese
mundo, para que se formase como ingeniero y como persona. Aquí se queda con un
asomo de lágrimas en los ojos explicando cómo son las cosas al otro lado del
Atlántico. “Un caos, Rafa, un caos, que me dice mi niño que no hay ni
semáforos, que el agua del grifo no es potable, que los que tienen dinero la
compran en los supermercados, pero a los pobres no les queda más remedio que
hervirla para poderla beber”
Pero el ingeniero no se ha ido solo. Ha buscado un sitio en Lima
para que se pueda ir con él su novia, que es médico. Un ingeniero y una médico.
Dos personas sólidamente formadas. Una inversión que hemos compartido todos con
sus padres que se irá a dar fruto al otro lado del mundo. Las abuelas tendrán
que ver, con dolor, los vídeos de YouTube de los primeros pasos de sus nietos,
aprenderán lo sagrado del momento Skype para poder asomar la nariz a través del
espejo del portátil y atisbar un poco de lo que hubieran debido disfrutar aquí.
Este es el mundo que hemos construido. Y no es tan malo. Sé que la situación es
dolorosa para la madre que siente que ha perdido a su hijo, que no podrá
disfrutar de sus nietos, pero este mundo ya no se entiende si no es así.
Sabemos que, aunque ahora mismo la mayor preocupación de muchos es saber si esta
noche podrá salir la Dolorosa o si se tendrá que quedar como el año pasado al
resguardo de la lluvia, los problemas del mundo son globales y nadie en su sano
juicio se plantea una acción sin contemplar su globalidad. Por eso creo que mi
amiga tiene todo el derecho a llorar, como una madre dolorosa, la ausencia de
su hijo emigrado a la fuerza de la crisis, como creo que todo lo que ese
ingeniero leonés aporte al modo de hacer las cosas en el Perú contribuirá de
algún modo a que haya más personas que puedan beber agua potable, sin tener que
hervirla. Esa es la idea del mundo global, la vieja idea utilitarista de que
cualquier acción del ser humano debe ir dirigida a aumentar el grado de
felicidad general que hay en el mundo. No es ya el tópico piensa global y actúa
local. Es la fantasía de que el profesor que enseñó a hacer derivadas a un
ingeniero que hoy se lleva a su novia médico a Perú ha contribuido a la mejora
de las condiciones de vida de muchas personas. Eso, claro está, si no vienen
por en medio cuatro listos que se lo llevan crudo, se montan el chiringuito
financiero en una isla del Caribe o en una del Mediterráneo y allá que se las
den todas a todos, que el mundo está hecho para los listos y no para los
soñadores.
Eso es lo que debe enfurecernos. Esa es la verdadera espada que
atraviesa el corazón del dolor. Si es así, si nuestro esfuerzo solo contribuye
al enriquecimiento de cuatro listos, entonces sí que no vale la pena que mi
amiga sufra el dolor de conocer a sus nietos por fotografía.