Ayer, en San Esteban de Nogales, como cada 23 de abril, se
ahorraron la cuestión de si esta fiesta de los Comuneros es una fiesta de León
o solo de una cierta Castilla y celebraron el día de San Jorge. Como todos los
años, el fin de semana anterior los vecinos del pueblo habían construido el
puente de palos que cruza el Eria para poder llegar a la ermita. Es una
tradición muy hermosa esta de reunirse todos para hacer un puente que permita
llegar hasta el otro lado, un puente que luego se llevará el río, es verdad,
pero que será el paso hacia la otra orilla, esa que está más allá de los
quehaceres diarios, de las rutinas del invierno. El puente ya no se hace como
se hacía antes, con la participación de todos en una hacendera que podía llevar
más de un día. Ahora se utiliza una máquina que lo hace en un momento, es
cierto, aunque creo que el sábado fue necesario echar una mano para mover los
palos y colocar las ramas y la hierba. El puente lucía magnífico sobre el Eria
que bajaba en calma, arropado por un girón de niebla que dejaba en el aire un
poso de misterio. La luz de la tarde, después de la tormenta de agua enseñaba
reflejos de historia en el espejo del río y nosotros, a pesar de no ser de San
Esteban, sentimos la necesidad de pasar por aquel puente, la necesidad de
cruzar las aguas. Se diría que no hay marcha atrás cuando uno se lanza a cruzar
un puente, como si se fuese deshaciendo sobre nuestros pies a medida que
avanzamos, dejando un vacío, una imposible marcha atrás. El río es metáfora del
ser que fluye, el puente lo es de la historia que avanza, la memoria que
atraviesa el curso de la vida.
Esa memoria de la historia está escrita en estas pequeñas
costumbres: la construcción de un puente para llegar a una ermita; la danza del
paloteo -que por cierto tendrá que ser bailada por chicas, porque parece ser
que ya no hay chicos que quieran hacerlo-; las vueltas alrededor de la ermita;
la procesión con la Virgen del Rosario, el pendón y la reliquia del santo. Y
las verbenas y la representación mañana sábado de la historia de San Jorge y el
dragón. La raíz está en la memoria y la memoria es el pueblo, la gente, la
cultura en la que nos hemos ido haciendo. Me gusta esa idea de que frente a la
grandilocuencia de Villalar, esta pequeña victoria de San Jorge en San Esteban
es el triunfo de la cultura popular sobre la imposición administrativa. Además
Jorge viene del griego y significa etimológicamente “el que trabaja la tierra”,
de manera que esa fiesta que se celebra es la del agricultor, el que fecunda la
tierra, el que la cultiva. Y, fíjate qué curioso que del latín viene también la
palabra cultura, ligada directamente al significado de cultivar, porque decimos
“culto” de un terreno cultivado e “inculto” de uno que no lo está. También me
gusta tirar de ese hilo y quedarme con la idea de que cultivar es cuidar, que
la agricultura es el cuidado de la tierra, no su explotación. Lo sabían bien
los monjes del Císter, quizá aquellos que en su día levantaron en San Esteban
su magnífico monasterio. Cuidar de la tierra, fecundarla, hacerla crecer. Hoy
la naturaleza invade lo que queda del Monasterio, dejando ver de él escasas
ruinas. Pero eso no importa. La interesante no son unas piedras perfectamente colocadas.
Lo que cuenta no son las grandes obras, sino la peculiar sensación que
experimentamos al descubrir la importancia de un lugar. Algo que pasa en estas
ruinas del Monasterio de San Esteban, quizá no por lo que uno imagina que debió
de ser construido, sino por el hecho de que aquellos sabios del Císter eligieran
ese lugar y no otro para construirlo.
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