Me interesan mucho las cosas
que pasan cuando ha llegado la noche. Sé que somos hijos de los días, como dijo
Eduardo Galeano siguiendo una leyenda maya y como hijos de los días nacemos y
morimos. Este lunes, el propio Galeano se ha encerrado en la noche del tiempo,
el mismo día en que lo ha hecho Günter Grass, el autor de El Tambor de
Hojalata. Recuerdo la imagen brutal del nacimiento de Oskar, el protagonista de
la novela, en la película de Schlöndorf y la secuencia en la que su madre,
Agnes, absolutamente invadida por la noche, come arenques sin parar. Cuando
haya llegado la noche y la tierra esté a oscuras y la luna sea la única luz que
veamos, no tendré miedo mientras estés conmigo. Ya lo sabes, es la letra de una
vieja canción que habla de eso, de la noche y la catástrofe, y de la fe
absoluta en que nada me afecta mientras tú te quedes conmigo. Había un neoyorquino italoamericano
arrancando las notas de esa canción a una guitarra con la dulzura de todos los
besos. No me lo estoy inventando. Pasó aquí en León, en una de esas noches
mágicas del Restaurante El Capricho, una de esas noches en las que el poder del
Rey Arturo desenvaina una Excalibur de aguardiente y rodaballo. El neoyorquino
silabeaba “so darling, darling stand by me” con el corazón abierto de par en
par, con el mismo corte transversal con el que el fuego recibe las mollejas
para hacerlas a la plancha. Stand by me, decía, con la sonrisa más tierna que
se pueda dibujar en un rostro tan cansado. Cuando llega la noche, llegan las
verdades. Cuando cierras los ojos es el único momento en el que ves las cosas
con claridad. Por eso nos da tanto miedo y no por los monstruos que se esconden
en el armario.
Cuando llega la noche
ocurren cosas espantosas. Los cajeros se llenan de cuerpos acostados, cuando la
tierra está a oscuras. Ayer, en el cruce de Independencia con Legio VII a las
once de la noche, dos vehículos de Cruz Roja advertían con sus señales que algo
estaba ocurriendo. Los voluntarios se acercaban a los lugares en que los
cuerpos de los excluidos se envolvían en la noche, con bolsas blancas en las
manos. La comida llegaba como luz cegadora y había algunos que, con su dignidad
recuperada, sentían la necesidad de charlar de tú a tú con el personal de la
Cruz Roja al pie de una furgoneta. La estampa me resultó reveladora, porque en
el centro financiero de la capital, en torno al círculo en el que se encierran
las sedes de los bancos entre Santo Domingo, Ordoño e Independencia, lo que en
el día es actividad, intercambio, negocio, cuando llega la noche se convierte
en necesidad, carencia, oscura estampa interrumpida por el breve brillo de la
Cruz Roja a la luz de los neones. Y, cuando llega la noche, hace falta saber
cerrar los ojos para ver con claridad qué o quién o incluso quienes son esos
que están quedándose incondicionalmente junto a uno. Please, stand by me.
Y si el cielo se derrumba
sobre nosotros en forma de accidente, en forma de atropello o de infarto. Si
las montañas se desmoronan en el mar, no quiero soltar ni una lágrima, mientras
estés conmigo. También he sabido sentir eso al pasar con mi hija una vez más
por la carretera de Carbajal y ver la oscuridad de la noche, la oscuridad total
en ese paso de peatones, mientras mi hija siente que estoy a su lado y el mundo
comprende que el sentimiento de pérdida es irreparable, cuando la noche llega
tan inesperada, de un golpe, en esa fatídica mañana de abril.
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