Me
decía ayer ilusionada una niña de trece años que había estado en el
entrenamiento de la Selección y que había participado en la pitada a Piqué. Le
pregunté por qué lo había dicho y me dijo que no sabía, que había pitado porque
todos pitaban, pero no sabía por qué.
Vestida
de rojo para la ocasión, la ciudad se enseñaba al mundo desde el césped del
Reino de León, y el nombre de León, el recuerdo de su Reino, se vaciaba en el
micrófono de los comentaristas deportivos y en los teclados de los que
escribieron las crónicas. La consabida fiesta del fútbol, la consabida buena
imagen de la ciudad, la consabida excelente acogida a nuestra selección. Todo
consabido, relamido, repetido, puede que un poco revenido. Hasta que salió Piqué
a calentar y el estadio entero se vació
en una pitada brutal. La niña del entrenamiento quizá tuvo tentación de seguir
silbando en su casa, porque todos lo hacían. Estoy convencido de que muchos de
los que silbaban en el Reino de León cada vez que el catalán tocaba una pelota
sabían por qué lo hacían, o mejor dicho, creían tener una razón poderosa para
hacerlo, pero, del mismo modo, creo no equivocarme si digo que otros muchos
silbaban al futbolista un poco por envidia y otro poco por un perverso dejarse
llevar, que es lo que está haciendo todo el mundo. Te aseguro que no me interesa
en absoluto esta cuestión. Para mí no es relevante si Piqué es independentista o
si lo que dijo en la celebración del título respecto a ese cantante amigo de
Ronaldo es inapropiado, me parece una discusión artificial generada para llenar
las horas muertas de la información deportiva una vez que se ha acabado todo. Y
eso me da una idea: la mayoría nos dejamos manipular porque aquí estamos, una y
otra vez haciendo lo que se espera que hagamos, mientras observamos de reojo al
grupo para intentar hacer lo que los otros están haciendo. Es patético este
juego de espejos en el que muy pocos son capaces de mostrar su autenticidad. ¿Y
si fuera que la educación lo único que consigue es anularnos? No lo sé. En todo
caso se trataría de un tipo muy primario de educación. Si somos educados, si
sabemos mantener nuestras preferencias de orden personal, nuestros valores
individuales, sociales, incluso morales, ¿cómo es que, en el fondo, esta historia
de Piqué, nos hace su gracia? Para mí que está en nuestras manos modificar algo
de eso y podemos hacerlo si empezamos a pensar en dar a la educación el valor
que merece, porque solo si nuestros hijos y nietos son educados en un sistema
educativo de calidad, seremos capaces de hacer, por lo menos, que todo el que
pite tenga interés en saber, de antemano, por qué es por lo que está pitando.
En
la tele, las gradas, el vestuario, el campo, se veían de primera. Hubiera sido
una imagen fabulosa de no ser por ese pequeño asunto de la manipulación
mediática, esa muestra de falta de libertad. También hubo algún pequeño detalle
valioso. En una imagen fugaz que se vio por la tele, una joven mostraba un
cartel en el que había escrito: “Felicidades, abuela”. He de decirte que sé que
esa abuela es una mujer que se hizo maestra y que supo descubrir el valor de la
educación, el valor de la libertad por encima de todas las cosas. Una idea que
me aborda a veces, cuando cierro los ojos por la noche y pienso. Una idea recurrente
en ese momento íntimo de profunda libertad. La libertad de que nadie se atreva
a insinuarme si debo o no debo pitar.
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