Anoche me decía una amiga
que lo único que realmente importa es estar en paz. Sentir esa paz interior que
te permite la felicidad. Ya sabes que había unos griegos sabios que hablaban de
que la felicidad es no necesitar nada, alcanzar la apatía o la
imperturbabilidad. La idea es que la felicidad no es algo que se tiene o se
alcanza, sino que lo que debe perseguirse es la lucha contra la infelicidad,
algo así como una doble negación: no se trata tanto de ser feliz, como de no
ser infeliz. No es esta la idea de esa amiga que te hablo. Ella me decía que es
posible alcanzar un estado de paz que se convierte en gozo y que esa paz no es
ausencia de daño, sino que es un estado positivo, un estado de creación, aunque
desde luego no es posible esa paz en medio de la violenta agitación de la
hiperactividad del universo consumista. Para alcanzar esa paz interior hay que
frenar la mente, liberarse de los deseos, permanecer más allá de toda necesidad.
Como resulta que no
volveremos a encontrarnos hasta el viernes ocho, quería dejarte dicho esta
mañana este deseo para las fiestas y el año nuevo. Mi deseo es un deseo de paz.
Te deseo que estos días, en los que comeremos turrón mientras los políticos que
elijamos el domingo se reparten el turrón del poder, sean para ti días de paz y
que esa paz se extienda al año que empieza en dos semanas y -¡por pedir que no
quede!- al resto de los días de nuestras vidas. ¿Cómo lo ves? ¿Crees que este
mundo alocado nos permitirá vivir en la paz? Me siento como un hippie setentero
hablándote de paz y amor, pero créeme que es lo que me sale, porque creo que es
verdad lo que me decía ayer esta amiga, que solo se puede ser feliz viviendo en
la paz. Y yo quiero añadir que en la paz y en el amor.
Y algo de esa paz sentía el
domingo pasado paseando por la ribera del Bernesga cerca ya de las huertas de
Lorenzana. Hablaba con Juan Carlos de sus nogales y de unos almendros jóvenes que casi
le comen las ovejas, de los melocotoneros que se le están dando en el huerto y
que nunca pensó que se pudieran dar en esta tierra, pero que él se atrevió a
plantar y que le están sirviendo quizá para demostrar que eso del cambio
climático está empezando a ser más que una teoría. Me enseñó las sendas por las
que anda la nutria, los caminos que usa para entrar y salir del río, las
trochas de los jabalíes. Me contaba historias de otros tiempos, de cuando el
matarife de Rioseco se iba al río Luna para pescar truchas con arpón.
Juan Carlos caminaba
en paz, acomodándose a mi paso, hasta que llegamos a Lorenzana y torció su
camino, justo cuando íbamos a empezar a hablar de filosofía. Al dejarme solo me
dio por pensar en la paz, la paz de la arboleda, la paz del río, la paz de un mirlo
de pecho blanco señalando la pureza de las aguas debajo del puente de Carbajal.
Pensé que esto de la paz es una tarea de todos, una construcción común. Me
gustaría señalar a esos pequeños héroes silenciosos, esos constructores de la
catedral de la paz que se esconden en el anonimato de sus pequeñas acciones. Te
hablo por ejemplo de un muchacho de quince años entre la espada y la pared, un
héroe que da la cara por la paz, a pesar de sentirse apresado entre los
sentimientos de lealtad a su familia y la lealtad a su conciencia. Es un héroe
porque ha optado por su conciencia y ha dado un paso valiente y silencioso a
favor de la paz. Algunos se dejan la vida en ello, pero no es necesario, porque,
como dijo un amigo electricista, lo que cuenta es la intensidad.
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