Dicen que Bécquer, en una noche de juerga en compañía de un tal
Yldefonso Núñez de Castro, agarró una escalera de mano de las que usaban los
serenos para subirse a limpiar y encender los faroles y la colocó en la portada
plateresca de San Clemente el Real. Se subió y dejó encima de un angelote uno
de los atractivos de la ciudad de Toledo: un grafiti con su nombre. Ya, claro,
nada que ver con El entierro del señor de
Orgaz. De hecho, la firma del poeta grafitero no puede verse a simple vista,
pero cada vez que un guía llega con su grupo a la portada de San Clemente,
señala el angelote sobre el que está la pequeña trasgresión del artista y todos
los objetivos devoran el lugar en el que se encuentra. El arte tiene estas
cosas. Si se trata de la firma de Bécquer, la pintada deja de ser una
gamberrada.
Me acordé del grafiti de Bécquer hace poco porque me encontré en
la Plaza de Guzmán el Bueno a un grupo de turistas haciéndose fotos en el
calendario vegetal del Monumento a los Reyes Leoneses y pensé que es importante
para una ciudad que vive del turismo procurar este tipo de productos. No basta
con tener los tesoros que tenemos. El turismo es una industria y tiene que
generar productos que los turistas quieran comprar. Por eso está muy bien que
se termine por fin la actuación de la muralla o que se abra la oficina de
turismo en la Plaza de Regla uniendo, ya era hora, a Junta, Ayuntamiento y
Diputación. Eso está bien, pero me parece que falta todavía un punto de osadía,
encontrar un marchamo que identifique la ciudad, algo que no esté exactamente
en sus piedras. Ayer, en una comida, se hablaba de la importancia del IBO, del
interés extraordinario de la Cripta de Cascalerías y me llamó mucho la atención
que personas que viven en León -y a las que considero instruidas- no conocieran
su existencia.
Es como si Mérida no hubiera hecho nada con su teatro romano más
que enseñarlo o como si en Almagro el Corral de Comedias solo se abriese para
los turistas. Nos interesan las historias. Nos gusta que nos cuenten historias.
Son las historias las que nos cuentan la vida. El interés del ser humano está
en lo que se le hace presente. No puede ser de otro modo. Por eso la Historia
no se puede quedar encerrada en las piedras, sino que tiene que construirse en
presente para que pueda tener algún atractivo. La foto que los turistas del otro
día se hicieron delante del Monumento a los Reyes Leoneses no les recordará,
cuando la vean en el ordenador de su casa, que León es reconocida por la UNESCO
como Cuna del Parlamentarismo. Les recordará que estuvieron en León tal día de
febrero de dos mil dieciséis. Nada más. A la gente le gusta la Historia, pero
solo cuando llega a ella desde el presente.
Pero, ¿a qué llamamos presente? Hacía ayer esta pregunta a mis
alumnos: ¿cuánto tiempo dura el presente? ¿Cuánto tarda en convertirse en
pasado? ¿Cuánto hace falta para dejar de ser futuro? Una alumna atrevida dijo
que el presente es un milisegundo y enseguida le cayó un aluvión de objeciones.
¿Por qué no una millonésima de milisegundo? ¿Por qué no un segundo entero? ¿Por
qué no pensar que el presente dura minutos, incluso meses o siglos? ¿Qué quiere
decir exactamente la palabra “ahora”? Y lo bonito del caso es que ese presente
indefinido es el escenario único de nuestra historia. La de todos como pueblo y
la de cada uno.
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