Ya que el viernes pasado te
hablaba de una película de estreno, déjame ahora que te hable de una película
del año noventa y uno, una película que tiene ya casi veinticinco años y que
todavía se deja ver con la misma frescura que el día de su estreno. Se llama
“Tomates verdes fritos”. Por si no la has visto, te diré que es una historia de
amor, pero también un tratado sobre las relaciones humanas, la sociedad de
nuestro tiempo y los valores que nos conducen a la felicidad. Estos valores no
son nuevos. Están en la base de la dignidad humana y se encuentran en todas las
declaraciones de derechos desde aquella Revolución Francesa que abrió la
frontera de la Edad Contemporánea. Es una bellísima historia de amor, ya te
digo, pero también un grito de libertad, una declaración de igualdad y una
exigencia de solidaridad.
Uno de sus temas centrales
es la cuestión de la justicia y se aborda desde múltiples perspectivas. Hay,
por ejemplo, un juicio que forma parte central del argumento. En ese juicio uno
de los testigos, el Pastor protestante, es una pieza clave y resulta que, a
pesar de jurar que lo hará, no dice la verdad en su testimonio, o al menos no
dice toda la verdad. Y lo hace en aras de la justicia, porque, de no hacerlo
así, el juez habría declarado culpable a una persona inocente. Fíjate si es
premeditada su acción que, cuando en el juicio le piden que jure, exige que le
permitan hacerlo sobre su propia Biblia, pero, para mantener en calma su
conciencia, en lugar de llevar consigo el Libro Sagrado, jura sobre un ejemplar
de Moby Dick. Siempre me ha parecido una elección soberbia. Siempre he visto un
mensaje oculto en esta sustitución. Piénsalo. De los millones de libros que hay
en el mundo, ¿por qué la autora del libro en que se basa la película elige Moby
Dick?
Los testigos no dicen
siempre la verdad. En ocasiones, mienten. Lo pueden hacer de forma premeditada
o sin darse cuenta. A veces lo hacen porque lo han hablado así con algún abogado
o sencillamente porque les parece que la realidad que vieron no es exactamente
la que les habría gustado ver. También ocurre que hay testigos que mienten
porque les parece que así ayudan a las personas que aprecian o porque creen que
así proyectan una imagen más prestigiosa de sí mismos. Creo que, en cualquier
caso, es muy difícil decir la verdad, porque cualquier testimonio es solo una
perspectiva de los hechos y lo que sucede tiene siempre multitud de aristas. Lo
importante es que actuemos respetando la libertad, la igualdad y la
solidaridad, que nuestra manifestación conduzca al establecimiento de la
justicia. Esa falta de memoria de los testigos en el juicio por el asesinato de
Isabel Carrasco, quizá esa audacia, si es que se da, que no lo sé, de prestar
falsos testimonios, ¿se daría por bien empleada si sirviese en todo caso para
que hubiera justicia? No lo sé. Verdad y justicia son dos conceptos muy
escurridizos. Te diría que tan sutiles como la espuma del mar. Por eso me
cuesta creer en ellos y me resulta más fácil la belleza.
Ayer sonaba una guitarra y
un acordeón temblaba con la voz de una mujer que cantaba Alfonsina y el mar
dejando caer en la tarde los versos escritos por Félix Luna para Mercedes Sosa
en el sesenta y nueve. Había verdad y justicia, pero por la belleza; no como
atributos absolutos: sólo como un revuelo, como un brillo en “la blanda arena
que lame el mar”. Llamadme Ismael por un rato.
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