Ha nacido un bisonte en
Valdehuesa. Me gustará hablarte de ello, de lo que significa conseguir que una
especie que prácticamente había desaparecido de Europa pueda recuperarse y que
lo haga aquí, en las montañas de León. Me gustará decirte que es como una
estampa de esperanza, una pincelada de futuro, una llamarada de posibilidad. Me
gusta pensar que las cosas son posibles, que el hecho de que no haya bisontes
en España desde hace muchos años no puede impedir en modo alguno que no los
haya, porque la equis de las posibilidades abre todos los caminos. Me enseñaba
Isidoro ayer por la tarde una foto de tres osos que correteaban por Laciana.
Una foto desde un móvil: tres animales poderosos confundidos en la tierra.
Habían matado un jato delante de las narices de su madre. “Tendríais que ver
también la cara de la vaca”, creo que dijo Isidoro. Solo que yo estaba absorto
en la idea de la libertad, en el marrón del pelo del poder de la libertad, el
pardo del corretear del oso en sus dominios. Y ahora, esta noticia del
nacimiento del bisonte en Valdehuesa me llena la imaginación del sueño de
Titanlux, me pinta de colores de lujo, de titánicos colores, de lujosos y
titánicos colores, el cielo gris de la esperanza. Y me acuerdo también de las
tardes de cine y Toro Sentado, con Búfalo Bill abatiendo bisontes entre el
polvo de las llanuras de aquel salvaje oeste que luego recogió en un circo.
Pienso en la vida que se termina apretando en el interior de un bote de
pintura, aunque sea Titanlux y me acuerdo de esas marcas que han tenido tanto
éxito, como aquellas viejas marcas de cigarrillos, Rumbo, Celtas, Condal, o los
mismísimos Bisonte. Acuérdate de aquellos Bisonte sin boquilla que fumábamos al
salir de los entrenamientos de balonmano, sabiendo que éramos inmortales y que
nada nos podía tocar.
Solo que ahora sé que un
bisonte es una mancha oscura en un fragmento de mi historia, una mancha que
todavía sigue escondida entre las paredes muertas de mi pecho, como tantas
cosas que se esfumaron en la idea de que no hay ya para mí ningún pecado que
pueda ser como el primero; ni tan siquiera la idea de contratar un banquete
para una comunión y que el postre se llame “Pecado Original”, un sinsentido del
marketing con el que te puedes encontrar, si mezclas el menú de las bodas con
el de otras celebraciones. Un corazón que clama por ser absuelto y que pide a
gritos que le impongan otra penitencia, porque esa que le piden es una oración
que nunca se ha podido aprender, termina viviendo una vida encerrada en el nudo
de la corbata, resbalando por los pliegues almidonados de la pajarita,
asesinando jatos o bisontes, según represente el papel de cazador americano o
de oso lacianiego.
Se trata de librarse de la
mirada del otro. Es pura física. Ya sabes que la observación de una partícula
conlleva la modificación de su propio estado, que el hecho de mirar algo ya lo
está cambiando y es por eso que hoy te cuento estas cosas saltándome todos los
límites y te hablo desde la más absoluta pureza, desde la independencia total
de cualquier mirada. Date cuenta de que,
si me importarse algo lo que alguien pudiera pensar sobre lo que estoy
diciendo, no estaría usando estas palabras y haría un relato ordenado de los
hechos y te contaría que hay osos que no han dormido en el invierno correteando
por Laciana y un bisonte que da sus primeros pasos en el Museo de la Fauna
Salvaje de Valdehuesa. Te contaría que ha empezado la locura de las primeras
comuniones y que tanta pureza, tanta ingenuidad, nos salva.
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