El hecho es que, con
la fábrica, se queman tantas cosas que me pierdo en su enumeración. La cuestión
de los bomberos me resulta tangencial en el momento en el que se sitúa en el
centro de la imagen el humo que se lleva envuelto el día a día de personas que
se encontraron una vida nueva en el rescoldo de las llamas; una vida nueva que
no querían, una vida abrasada en la grasa derretida por el fuego.
¿Por qué se quema una fábrica? ¿Qué se quema, cuando se quema una
fábrica que está a punto de dar el salto a un nuevo mercado, un mercado tan
extenso como el chino, tan dispuesto a consumir, tan atractivo? ¿Cuál es la
chispa que enciende el desastre? Recuerdo, de pequeño, el incendio de una
fábrica de tejidos en mi pueblo, una fábrica que después resurgió de sus
cenizas y se hizo mucho más grande de lo que era antes de incendiarse. Recuerdo
el pavor que me produjeron las llamas y tuve esa sensación de “no-somos-nadie”
que acompaña las grandes catástrofes. También, como aquí, ocurrió que muchas de
las personas que trabajaban para la empresa no estaban directamente empleadas
en ella y creo que tuvieron que asumir el tiempo que estuvieron sin trabajar
sin percibir ningún tipo de ayuda. Eran otros tiempos, desde luego, tiempos en
los que a la administración no se le exigía del modo en el que se le exige
ahora, aunque quizá, y ojalá me equivoque, el resultado sea el mismo a pesar de
todo. ¿Por qué arde una ilusión? ¿Por qué se convierte en humo un modo de vida?
Creo que lo que ocurre es que todo lo que es combustible termina por ser fuego,
como pasa con un roce, una mirada, un verso. Hay versos que se incendian solos,
miradas que encienden sueños, roces que queman la piel, pero eso solo nos
pasaba a los quince años. Vale, sí, también a los diecisiete. Creo que es un
poco lo que te pasa, que estás en ese fuego y la carne, el embutido entero, se
incinera entre los gritos exigentes de quienes lo pierden todo.
Por eso te enciende que te roben las piedras de ese modo, que se
las lleven en la impunidad de tu ausencia, que construyan su pared con lo que
es tuyo, que te dejen sin muro en esa casa en Cacabillo. Ya sé que los has
visto, que los denuncias en el FaceBook, que los abrasas, pero no tienes cómo
apagar esa hoguera, porque los hombres que no están dónde deben son incapaces
de extinguir nada. Es un libro que ha caído milagrosamente entre mis manos, es
un poemario de Daniel Faria: Hombres que
son como lugares mal situados. Y es lo que nos pasa, que somos como lugares
que no están donde deben y nos roban las piedras y nos descomponen y nos
desaparece la casa. Pero dice Faria que “muchas mujeres se convierten en
paisajes”, porque ellas sí se mantienen piedra sobre piedra y no se desvanecen,
ni arden, ni se queman, sino que se hunden en sí mismas y “se transforman en huertos”.
Creo que ya lo sabes, creo que lo entiendes bien, que el regaliz
es la aspirina del corazón. Y en la saliva que lo envuelve está el secreto para
mantener a salvo de cualquier fuego las piedras de la fábrica. El corazón de tu
impulso se hace roca, cuando separas lo que puede arder de lo que no se mezcla
nunca con el aire y permanece a salvo entre jamones que se secan a la espera
del momento en que enseñarán su veta blanca entre la carne rosada. Y
desaparecerán en la mesa de algún restaurante de Saigón.
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