Se me hace muy duro, visto así, eso de quemar dieciocho mil euros
en menos de media hora. Se me hace muy duro, porque sé lo que te gustan los fuegos
artificiales y contarte que eso es lo que va a costar la tirada del día veintitrés
es, de algún modo, hacerte sentir culpable, porque sabes todas las cosas
necesarias que se pueden hacer con ese dinero y encender el cielo de colores
quizá no te parezca del todo necesario y menos hoy, hoy que sientes que están
rotas todas las promesas. Pero hace falta llenar de luces las miradas. No sé si
es gastar demasiado o demasiado poco, pero sí sé que hace falta cubrir de
brillo el horizonte en estos días tan ciegos.
Sé que detrás está lo oscuro, que ese cielo que se incendia es
solo un momento de vanidad, una ilusión efímera que salta a tus ojos para
anunciar la fiesta. Luego no hay nada. Tras el apagón del último estallido,
vuelve la oscuridad. Pero qué bonito es ver el cielo arañado de colores. Cuando
era niño aprendí a ver los fuegos artificiales desde la distancia y me
sorprendió después el ruido. Me enciende el temblor de la traca y me apena su
anuncio de final. Dieciocho mil euros que se queman en un momento, una nadería
al lado del caché de Bertín, otra traca. Y hay veces, situaciones de la vida,
en las que uno siente que alguien muy cercano está encendiendo una traca final,
una especie de arrebato ruidoso de insultos y descalificaciones, el descorche
de todas las iras contenidas durante años y es un momento de pólvora, un fulgor
de luces que lo llenan todo, hasta que después del último estallido la noche se
apodera otra vez del silencio y es como el martes, que solo había en el cielo
de León el rastro de la estación espacial. Así es que esa estrella que veías,
pensando que era algo mágico, era solo un montón de chatarra del futuro. El Rey
Arturo nos avisó del fenómeno y no supimos levantarnos de la mesa redonda para
asomarnos, pero el cielo estaba roto y tuvimos que salir a repararlo. Estuvimos
reparando el cielo para que no se cayeran las estrellas que albergan los
sueños.
Te digo que no sé si el concierto de Bertín Osborne dará tanto
juego. Me dan ganas de salir corriendo y, desnudo en un lago de plata,
levantarme como si de verdad fuera Lancelot y buscar a Ginebra entre las
sombras y leerle lo que escribo, mientras lo escribo, para que sonría y suspire
y se ría y no pueda dormir ya nunca más y me pregunte en la distancia por qué
hago estas cosas, por qué no me siento culpable mientras se derrochan dieciocho
mil euros en un disparo de luz y de ruido. Y me imagino que el fuego que arde
en el sueño del amor es el fuego de la Noche de San Juan, el fuego auténtico,
el fuego de la hoguera, esa hoguera que se enciende para que la salten los que
saben de la fiesta, los que juegan a la fiesta, los que construyen la fiesta
sin ser meros espectadores.
No sé si te das cuenta de que estamos viviendo un mundo en el que
solo admiramos lo que pasa, como ese espectador que se asoma a su propia vida
sin vivirla. Por eso vamos a ir al concierto de Bertín, por eso nos gustará ver
los fuegos artificiales junto al río, porque no tendremos nada que hacer, salvo
mirar. Lo otro, bañarse a la luz de la luna en un río escondido o prender la
leña de la hoguera que después saltarán, queda reservado a los caballeros de la
mesa redonda y a sus damas.
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