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viernes, 30 de septiembre de 2016
Invertir en pérdidas. (En Hoy por Hoy León, 30 de septiembre de 2016)
En la calculada vida del
político profesional no tiene sitio la extravagante idea de invertir en
pérdidas. Todo lo que se hace, se hace para ganar. La clave se encaja en la
cerradura del “qué” es eso en lo que consiste ganar y el “quien o quienes” son
aquellos que deben ganar. El espectáculo de los vaivenes dentro del PSOE,
pongamos por caso ese ir y venir que dice José Antonio Díez respecto al Secretario
Provincial de su partido, nos habla precisamente de esto, del modo en el que
todo el mundo en política invierte en la victoria final. En la política, si se
pierden dos piedras en un envite a pares, es con la idea de ganar el órdago a
juego. Por eso se están cruzando tantas declaraciones en el PSOE, en Ferraz, en
la calle, en los medios y en las redes sociales, aquí en León y en todas
partes, porque la partida que se está jugando se juega con la intención
exclusiva de ganar y ganar significa mantener una posición de poder.
Está bien. Vamos a pensar
sobre eso. Vamos a decir que mantener una posición de poder es ganar. Pero,
¿ganar qué? Para mí, nada que tenga valor. Me contaba mi amigo Vlado que, ya en
los años setenta, su padre, que era un serbio viviendo en Croacia, supo ver que
tenían que volver a Belgrado. Luego la guerra no empezó hasta el noventa y uno,
pero la pelea, el vaivén de los políticos por ganar a toda costa, había
empezado mucho antes que el final de Tito. Tierra de nadie. ¿Quién ganó aquella
guerra? ¿Quién gana cualquier guerra? Siempre vamos buscando el modo de
rentabilizar al máximo nuestra inversión y yo creo que eso es un error, que
debemos intentar esforzarnos en invertir en pérdidas, sacar lo mejor de
nosotros aunque no nos conduzca a ningún beneficio, es más, creo que debemos de
ser implacables en eso e invertir nuestro modo de ver las cosas, darle la
vuelta, comprender que ganar no es importante. ¿Qué modelo de sociedad
queremos, el modelo competitivo o el modelo colaborativo? Colaborar casi nunca
significa ganar. En cambio nos suena moralmente mejor que competir. ¿Por qué,
si lo que queremos es ganar, nos asusta moralmente lo que significa competir
frente a la idealización de la acción colaborativa? Porque casi nunca podemos
estar seguros de que vamos a ganar. Y eso es muy triste. Tan triste como que,
en realidad, muy pocos son capaces de invertir realmente en pérdidas.
Ayer sentí qué es perderlo
todo. Hubo un momento en el que pensé seriamente que eso me podría haber pasado
a mí, que podría haberme visto absolutamente vencido por todas las
circunstancias, quemado, derretido, desaparecido. Pero me metí las manos en los
bolsillos y me puse a hablar por teléfono y descubrí lo afortunado que soy, lo
rodeado que estoy de buenos amigos y me dije que esa buena sensación debía de
ser porque ayer era el día del corazón. Cuidar el corazón es usarlo. Piensa en
el modo en el que estás usando tu corazón, piensa si sale de él invertir en
pérdidas, piensa si el esfuerzo al que lo sometes para cada latido soportaría
una pérdida total sin desfallecimiento.
Yo quiero un corazón que
funcione en todos los latidos de la vida, quiero un corazón que bombee, un
corazón que sepa que no todo consiste en ganar y conseguir lo que yo quiero.
Quizá todo este maremágnum de opiniones y posicionamientos sea el modo en el
que los corazones socialistas se preparan para el latido final.
sábado, 24 de septiembre de 2016
El agujero. (En Hoy por Hoy León, 23 de septiembre de 2016)
Ayer,
en la puerta de entrada del Instituto de Eras de Renueva, había un tiovivo. Los
colores de la carpa decoraban la noche, esa primera noche de otoño, y el resto
de caravanas, no sé si la taquilla u otras atracciones, dormían recogidas junto
a la acera. Es una imagen que siempre me produce melancolía, la imagen de la
feria recogida, una imagen apropiada para señalar el comienzo del otoño.
De
pequeño soñaba con la libertad de los feriantes. Envidiaba el hecho de no vivir
en un solo lugar y reconozco que había una mujer rubia en una caseta de tiro
que me parecía el arquetipo de la sensualidad. El verano es eso. La infancia
viene y va. Nunca desaparece por entero. Ayer también en el hall del Auditorio,
me encontré con la infancia al salir de la platea. Estuve charlando dos minutos
con un amigo de mi hijo, ese amigo de toda la infancia con el que se aprende
que las familias no son todas como la de uno mismo, pero que son todas la
misma, porque en todas las casas hay mesa camilla, en todas las casas duermen
los recuerdos de los veranos, en todas las casas el frío del invierno se
acuesta en la chimenea a ver llegar la primavera, en todas las casas se oye
alguna vez el sonido de la cucharilla rebañando el plástico del yogur, hasta
que suenan las voces que llaman desde fuera y hay que salir a la calle y
escapar de las faldas, soltar la cucharilla, dejar atrás la chimenea. Los
chicos se hacen mayores y vuelan y te los encuentras al salir del teatro y de
repente te dicen que se han convertido en un hombre o en una mujer y que se
van, que se van al Reino Unido, a Brasil, a Italia, que se van a la otra
esquina a empezar una vida cuyos tickets se venden en la roulote que hay
aparcada en la acera de al lado del Instituto. Y es así como uno siente que
está tan cerca el agujero, porque todo se cae, porque el tiempo resbala hacia
ese momento de soledad en el que tu propia infancia te impone la obligación de
ser feliz.
Ayer
este amigo de mi hijo salía feliz del teatro, como todos. Habíamos podido
elegir el agujero, porque estaba enfrente, pero nos fuimos al otro lado, a que
nos pusieran un supositorio de inteligencia. Nos contagió el virus cervantino
de la libertad, de la capacidad de pensar por uno mismo, de imaginar el río
Guadalquivir en el escenario del Auditorio. Nos sobrepasó el eco de Cervantes
contagiando cada neurona, cada célula, para comprender que la manera de salir
del agujero no es otra que resbalar hacia la risa, la risa de la infancia
estallando a carcajadas, la risa cómplice, la risa comprometida con la verdad y
con el sueño, la risa franca de quienes entienden que es posible salir de las
cadenas de la televisión, el encierro de la rutina, la prisión de la incultura.
Y allí estaba Corrales, para recordármelo todo, para centrarme en mi realidad de
hoy, diciéndome que se iba al Reino Unido y que le había encantado Ron La Lá.
No
necesitamos agujeros, no necesitamos paraísos en las Bahamas, no nos hace falta
nada de eso. El viejo sueño de vivir una vida auténtica está escrito desde hace
años en los colores de los caballitos del tiovivo, por eso lucía elegante en la
entrada del Instituto cuando todo lo demás estaba recogido, porque ese giro de
belleza hacia la infancia nos conduce a la felicidad y es nuestro deber saber
reconocerlo en todo.
viernes, 16 de septiembre de 2016
Bajarse del tren. (En Hoy por Hoy León, 16 de septiembre de 2016)
Como cada vez creo menos en
la casualidad, me he pregunto si tendrá algún significado extra el hecho de
que, esta semana, dos de las noticias de mayor repercusión en los medios hayan
tenido como protagonistas a dos conductores leoneses. ¿No te parece curioso que
fuera un leonés el que se bajó del tren en Osorno y que también lo fuera el que
conducía, permíteme la licencia, el camión de Rosa Valdeón?
Sobre el segundo, solo
quiero decirte que me encanta el modo en el que explica que tampoco fue para
tanto. Me encanta la claridad con la que se expresa. Me doy cuenta de que
muchas veces me enredo en mis pensamientos y me pierdo en palabras que me
cuesta digerir, en construcciones falsamente engoladas que me hacen vomitar
cuando las descubro, como esta misma que estoy elaborando ahora y que avanza
por el papel sin decir nada de nada. En cambio, la contundencia del conductor
del camión es solemne. No es para tanto y, si es verdad que Valdeón tiene que
dimitir por esto, otros muchos deberían dimitir por cosas mucho peores. Al pan,
pan y al vino, vino.
Y del primero, en cambio,
habría que decir muchas cosas. Solo conozco del hecho lo poco que he podido
leer ayer en el periódico, es decir, que un maquinista leonés decidió no seguir
conduciendo el Alvia porque había llegado al límite de horas de conducción
continuada y que dejó en la estación de Osorno a un centenar de pasajeros que
tuvieron que esperar un buen rato para que les llevasen a sus destinos. Me
importa poco si el error es de Renfe o del maquinista. Solo te quería hacer
reflexionar un momento sobre el carácter poliédrico de las consecuencias de
nuestras decisiones. Me imagino al maquinista valorando su decisión kilómetros
antes de llegar a Osorno, cuando ya se da cuenta de que no debe seguir al
frente del tren. Tiene sobre sí un gran peso, una responsabilidad con dos
caras, la de llevar sanos y salvos a los pasajeros a su destino y la de
llevarlos a tiempo. ¡Cuántas veces nos encontramos en situaciones semejantes! ¿Cuántas
veces te has dado cuenta de que hacer lo que debes conlleva un riesgo tan
grande que pones en peligro precisamente ese mismo hacer lo que debes? La vida
entera es un círculo vicioso en el que debes vivir para poder dejar de hacerlo.
Así es que, si en un momento dado hay que bajarse del tren, yo creo que es
mejor hacerlo, hayas avisado o no, causes un perjuicio a la compañía y a los
pasajeros o no.
Cuando viajaba a Ponferrada
con mi amigo Fernando todos los días en un tren que salía muy temprano de León,
nos pasábamos el viaje charlando en el vaivén de las vías y repasábamos el
mundo, pero en algunos momentos en los que el tren se paraba, se quedaba quieto
en mitad de la nada y se callaban todos los sonidos con un estridente chirrido
de frenos, nosotros nos mimetizábamos con el ambiente y nos callábamos también,
no fuera a ser que hubiera ocurrido algo malo y en mitad de nuestras chácharas
no pudiéramos enterarnos. El tren era como zambullirse fuera del tiempo, como
bucear en un paréntesis de la vida. Por cierto, que bucear, lo que se dice
bucear, como dice mi amigo el buzo, es sumergirse en el silencio, ese silencio
que nos unía al frío de Brañuelas cuando conspirábamos contra el mal.
viernes, 9 de septiembre de 2016
Antropoceno. (En Hoy por Hoy León, 9 de septiembre de 2016)
Yo no lo sabía. Me
impresiona saber la cantidad de cosas que no sé y te digo que no es aquella
sabia actitud socrática de abordar el saber desde la ignorancia, es que
sencillamente, si comparamos las pocas cosas que sé con el ingente río de cosas
que desconozco, soy un absoluto ignorante. Resulta que desde 1950 la tierra ha
entrado en una nueva etapa geológica. Se ha terminado el Holoceno y dicen los
científicos que forman parte de la Subcomisión de Estratografía del Cuaternario,
que a su vez forma parte de la Comisión Internacional de Estratografía, que
desde ese momento en el que se pueden registrar en los sedimentos geológicos
isótopos de Uranio, hemos entrado en el Antropoceno.
Para empezar yo me había
quedado en lo del Cuaternario, reconozco mi ignorancia y me siento enrojecer al
admitir que ni Holoceno, ni Antropoceno, que me suena eso del Pleistoceno
porque… ¡Yo qué sé por qué! Creo que porque los primeros restos fósiles humanos
proceden de ese periodo geológico, pero me pierdo si me preguntas mucho más. Sé
que venimos del Pleistoceno y parece que vamos al Antropoceno y que este último
periodo se va a caracterizar porque en él va a quedar indeleble la huella del
ser humano, una huella que ya está desde el propio inicio de la Era Cuaternaria,
pero que ahora se deja sentir como un cambio
de ciclo en el comportamiento del planeta entero, provocado por los humanos y
sus plásticos, sus emisiones de gases, los desechos de sus industrias, la
alteración de ecosistemas, la desaparición masiva de biodiversidad, la
acidificación de los mares. Y cito en esto a Javier Salas, que publicó en
El País un interesante artículo sobre el tema, apoyándose en las afirmaciones
del geólogo español Alejandro Cearreta. ¿Qué por qué te estoy soltando este
rollo? No lo sé. Creo que porque, para empezar la temporada, no encuentro un
tema más interesante que tú. Me parece que solo hablar de ti puede aligerar
este ajetreo monumental que desarbola al mundo, porque tú eres el mundo, tú que
me estás escuchando después de dos meses, o tú que vienes por primera vez a
este rincón de la mañana, o tú que has buscado en el podcast de Radio León mi
artículo porque te gusta escucharlo los sábados mientras desayunas. Tú eres el
mundo. Y el Antropoceno te ha cambiado. Te ha convertido en algo que ya no es
enteramente natural.
Pero esa es una discusión
que adoro. ¿Por qué el nido de una cigüeña es algo natural y no lo es un
edificio de diez pisos en Guzmán? ¿Acaso no se trata en ambos casos de
productos de la acción de un ser natural? Si todo lo que es artificial procede
en algún sentido, o en algún modo, de algo natural como es el ser humano, la
acción del ser humano, ¿por qué distinguimos lo artificial de lo natural?
Porque somos el veneno del mundo. Yo que soy el mundo, como tú, soy su muerte,
su aniquilación.
Te veo feliz al otro lado de
la radio, feliz en funciones, es verdad, como todo cuanto hay en la realidad
social de esta España que espera. Quizá se te haya pegado el aire de optimismo
que nos dejó la roja el lunes. Esa alegría inmensa que quedará en León en algún
estrato de este Antropoceno terminal. Fue un éxito rotundo, una sensación de
fiesta hasta para los que no saben lo que es el fútbol. Y el aplauso a Piqué,
una hazaña propia del Pleistoceno, un acto de justicia natural y geológica.
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