Ayer,
en la puerta de entrada del Instituto de Eras de Renueva, había un tiovivo. Los
colores de la carpa decoraban la noche, esa primera noche de otoño, y el resto
de caravanas, no sé si la taquilla u otras atracciones, dormían recogidas junto
a la acera. Es una imagen que siempre me produce melancolía, la imagen de la
feria recogida, una imagen apropiada para señalar el comienzo del otoño.
De
pequeño soñaba con la libertad de los feriantes. Envidiaba el hecho de no vivir
en un solo lugar y reconozco que había una mujer rubia en una caseta de tiro
que me parecía el arquetipo de la sensualidad. El verano es eso. La infancia
viene y va. Nunca desaparece por entero. Ayer también en el hall del Auditorio,
me encontré con la infancia al salir de la platea. Estuve charlando dos minutos
con un amigo de mi hijo, ese amigo de toda la infancia con el que se aprende
que las familias no son todas como la de uno mismo, pero que son todas la
misma, porque en todas las casas hay mesa camilla, en todas las casas duermen
los recuerdos de los veranos, en todas las casas el frío del invierno se
acuesta en la chimenea a ver llegar la primavera, en todas las casas se oye
alguna vez el sonido de la cucharilla rebañando el plástico del yogur, hasta
que suenan las voces que llaman desde fuera y hay que salir a la calle y
escapar de las faldas, soltar la cucharilla, dejar atrás la chimenea. Los
chicos se hacen mayores y vuelan y te los encuentras al salir del teatro y de
repente te dicen que se han convertido en un hombre o en una mujer y que se
van, que se van al Reino Unido, a Brasil, a Italia, que se van a la otra
esquina a empezar una vida cuyos tickets se venden en la roulote que hay
aparcada en la acera de al lado del Instituto. Y es así como uno siente que
está tan cerca el agujero, porque todo se cae, porque el tiempo resbala hacia
ese momento de soledad en el que tu propia infancia te impone la obligación de
ser feliz.
Ayer
este amigo de mi hijo salía feliz del teatro, como todos. Habíamos podido
elegir el agujero, porque estaba enfrente, pero nos fuimos al otro lado, a que
nos pusieran un supositorio de inteligencia. Nos contagió el virus cervantino
de la libertad, de la capacidad de pensar por uno mismo, de imaginar el río
Guadalquivir en el escenario del Auditorio. Nos sobrepasó el eco de Cervantes
contagiando cada neurona, cada célula, para comprender que la manera de salir
del agujero no es otra que resbalar hacia la risa, la risa de la infancia
estallando a carcajadas, la risa cómplice, la risa comprometida con la verdad y
con el sueño, la risa franca de quienes entienden que es posible salir de las
cadenas de la televisión, el encierro de la rutina, la prisión de la incultura.
Y allí estaba Corrales, para recordármelo todo, para centrarme en mi realidad de
hoy, diciéndome que se iba al Reino Unido y que le había encantado Ron La Lá.
No
necesitamos agujeros, no necesitamos paraísos en las Bahamas, no nos hace falta
nada de eso. El viejo sueño de vivir una vida auténtica está escrito desde hace
años en los colores de los caballitos del tiovivo, por eso lucía elegante en la
entrada del Instituto cuando todo lo demás estaba recogido, porque ese giro de
belleza hacia la infancia nos conduce a la felicidad y es nuestro deber saber
reconocerlo en todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario