En
cuanto oscurece se abre el jardín del miedo. Es verdad que hemos buscado en la noche
otras delicias, que los sueños más brillantes se derraman en la pantalla de la
oscuridad, que el silencio oscuro de la noche se disuelve en el calor de un
abrazo. Es solo que esa profusión de anuncios que nos alarma en la radio para
que instalemos sistemas de seguridad porque han robado a los vecinos o porque
han asaltado la tienda de Pedro, nos habla de nuestra privilegiada situación de
confort a pesar de todas las carencias.
Te
lo digo a ti, que estás escuchando ahora la radio, aún a riesgo de que acabes
de recibir una carta de despido. Te lo digo sin saber si tu universo estable se
ha volcado por un cambio repentino de condiciones, si has sufrido un terremoto
inesperado. Te lo digo arriesgando mucho, pero con la sólida convicción de que,
por muy mal que te vayan las cosas, tienes un margen para decir que la vida te
trata bien. Y por eso sientes la necesidad de poner bajo llave tu bienestar, de
asegurarte el nido frente a intrusos. Y eso lo sientes especialmente cuando cae
la tarde, en cuanto oscurece. Quieres resolver tu crucigrama diario a salvo de
sorpresas.
Pero
no siempre es posible o no todo el mundo tiene esa posibilidad. Hace algunos
días se podía leer en la prensa digital un titular que decía: La presión policial empuja a León a los
menores que han atemorizado a los vecinos de Langreo. Bueno, en realidad no
se trataba de todo Langreo; solo de la parroquia de Ciaño, que atemorizar a todo
Langreo igual no es tan fácil y menos si los que atemorizan son un grupo de
chavales. Lo primero que quiero decirte es que no te alarmes, que no hay riesgo
de que esos chicos que han venido a León desde Asturias atemoricen aquí a
nadie, porque ya se han vuelto a ir. Pero lo que me interesa es esa reflexión
sobre el miedo. “En cuanto oscurece, tenemos miedo a andar por la calle”,
señalaba algún vecino según se recoge en la noticia. Tenemos miedo a andar por la
calle, porque se acercan a nosotros y nos molestan. Necesitamos alarmas para
proteger lo nuestro. Claro que sí, porque, en cuanto oscurece, llega el
peligro. Parece que pudieran quitarnos lo que tenemos, aunque se trate de niños
que están pasando hambre, niños que no necesitan ningún sistema de seguridad en
su casa, niños que no viajan a la playa en el verano, que rebuscaban comida en
los contenedores. No podemos sentenciar solo con miedo la oscuridad de la piel
de esos niños. Son niños. No es justo pensar que la solución sea solo policial.
La piel oscura se pega al hueso y en el tuétano del miedo brota una semilla de
odio.
Ayer
estuve con un puñado de chiquillos de tres años que venían de ver en un
planetario las estrellas. Eran un universo de colores; pieles de color
aceituna, rostros más blancos, miradas morenas del norte de África, unos ojos
de más allá del mar. “En Venezuela hay hambre”, dijo una. “Aquí hay comida y,
cuando se acaba, están las tiendas”. Tendrías que ver cómo mordía cada uno su
gominola, cómo apretaba su deseo al compás de su necesidad. Mordiscos voraces,
pequeños pellizcos. De uno o de mil bocados. Todos salvo uno que solo chupó el
azúcar de fuera y escondió el resto y otro que no sabía que aquello que tenía
en la mano era para comer: un tesoro sin inhibidores.
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