Ya sabes que me pasa con mucha frecuencia: se me queda
bailando una vieja canción en la memoria y no soy capaz de soltarla. Ahora
mismo tengo metida a fuego una de Radio Futura y siento como una obligación ese
mandato casi caníbal, esa orden interna, ese salvaje “no tocarte” a ritmo de selva. “No
tocarte o, quizás, podría devorarte”.
Y me siento
como ese hombre que ve tu pecado en su
punto de mira, ese que está fuera del cuadro, el que se desentiende de la
escena, el que no participa del festival de cuerdas
y cuchillos. Comprendo que nos importa todo, porque todo lo que nos llega
es nuestro, nos atañe, nos afecta. Acuérdate de que ya lo hemos hablado: hemos
dicho que tenemos que librarnos de la mirada del otro y hemos sabido también
que nuestra presencia altera lo que está con nosotros. Ahora toca el siguiente
paso. Obligado a no tocarte durante tanto tiempo, comprendo el sentido animal
de la letra de la canción, esa absurda imprecación: “súbete a un árbol, rompe tus medias, llora en un rincón”.
Ciertamente. El paso siguiente está en el roce angustioso de la piel, en la
imposibilidad de salir de ti mismo, en el gañido solipsista de tu yo. No hay
nada más allá de tus impresiones, esas que se te clavan en el cerebro y hacen
que sangren tus ideas de manera que, si crees tener otra clase de impresiones
aparte de las que te dicta la piel, es porque esa sangre empapa tu mente y
produce nuevas ideas que, aunque parecen ajenas, no han salido de nada que no
seas tú, tú o tu propio sangrar.
Esto te lo
cuento porque me alejo del mundo, será la primavera. Y lo paradójico del tema
es que, cuanto más me alejo, mejor veo lo que me pasa, más perspectiva tengo
sobre la verdad de lo que hay dentro de mí. La música suena porque el “bosque se llena de humo” y en ese
espacio - no voy a tocarte – las notas danzan de compás en compás. No hay miedo
a que alguien pueda claudicar, aunque habrá quien hable del “precio que marca tu piel”.
Y esa es la
distancia que acerca las cosas. El ritmo que acelera el disfraz. La música que
se esconde en el interior de tu cuerpo. Todo lo demás se enseña en las escuelas.
Lo sé porque tengo distancia y he escogido escuchar el vuelo de las noticias,
ya que lo que tengo cerca no lo entiendo. Y en el eco de la reivindicación de
la construcción de un nuevo edificio para el Conservatorio siento la punzada de
la distancia y me pregunto de quién son los edificios del Ayuntamiento, de
quién los de la Junta, de quién los de la Diputación y no sé de quién son los
del estado. Desde la distancia querría convencerme de que todo lo que es
público tiene un mismo propietario, pero, ahora otra canción, me pasa como con el roce exacto de tu piel. Decía hace
poco alguien que conoce el tema muy de cerca que el edificio actual del
Conservatorio solo tiene el problema de la propiedad y que quizá era más
sensato invertir en hacer de ese edificio en el centro un conservatorio moderno
que hacer un nuevo edificio moderno en un barrio no tan céntrico. Hay que ganar
distancia para saber qué hacer. Mientras tanto, si no puedo tocarte, prefiero
no mirarte. Es mejor así.
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