Algunos, muy pocos que
yo sepa, la han tenido en el ojo izquierdo. Algo ha pasado en este brote de
primavera que se le ha metido en el ojo derecho a tanta gente. Entre diez y
veinte días, te dice el oculista, porque es una conjuntivitis vírica y el
antibiótico no cura. En la mayoría de los casos la infección viene del cole y
pasa de ojo en ojo, de niño en niño, de niños a padres, de padres a abuelos.
Se me ocurrió pensar que esto de la conjuntivitis fuera una
suerte de clave, una especie de señal, de marca. Un modo de decidir quienes son
los elegidos para algo, de señalarlos. ¿Te das cuenta? Si tuvieras que inocular
un extra de sensibilidad para que solo los que estén muy preparados sepan
enfrentar lo que está por venir o si tuvieras que señalar a los elegidos para
un hipotético Arca de Noé marciano, fíjate qué forma tan sencilla, qué manera
tan sutil esa infección inoportuna, esa incómoda hinchazón, ese dolor
detestable que te tiene dos semanas sintiendo una piedrecita en el ojo y llorando
sin motivo, llorando sin cuento, dejándote ir en un río de lágrimas
artificiales que consuelan tu malestar. Se me ocurrió pensar en esa tontería
como manera de compensar la imposibilidad de hacerte la raya en el ojo, la
sensación horrorosa de mirarte en el espejo y ver con el ojo izquierdo que
tienes el derecho como Urtáin después de un combate. Lo curioso es que son las
madres las que se infectan. Los niños y las madres, y algunas abuelas. Si fuera
eso, si fuera que después de un fin del mundo necesario solo quedaran los
infectados por el virus, el mundo se quedaría en la pureza de los niños y en el
tesón cuidador de sus madres.
Pero, lo ha dicho Marhuenda, “nunca, nunca es nunca”. Es
decir, que siempre hay algún momento en el que suceden las cosas - ¡vaya
rareza! – y ocurre que eso que pensamos que nunca podría suceder, sucede,
porque nunca nunca es nunca, porque siempre sucede aquello que puede suceder. Y
lo bueno es que ese paso adelante nos libera del virus. Otros tendrán que dar
explicaciones, quizá a nosotros mismos se nos exijan, pero comprender que la
providencia coloca las cosas donde están para que las movamos es un paso
adelante para hacerse acreedor de ese virus que te señala. Se te hincharán los
ojos. Quizá tus lágrimas no sean artificiales. Quizá vueles flotando sobre
nubarrones negros de culpabilidad en una ilusión de naves extraterrestres
evacuando la tierra. Quizá escuches una gaita solitaria en
la Plaza del Cid elViernes Santo, como pasó este año aquí en León, mientras las
calles se llenaban de procesiones. Quizá te acusen de haber agarrado con
demasiada fuerza el asa de la libertad. Quizá no te hayas infectado y te quedes
mirando al cielo cuando los demás se vayan, pero no estarás a solas.
En su artículo de esta semana en El País, Leila Guerrero,
recuerda una frase de TheloniousMonk cuando le preguntaron qué le molestaba
para haberse retirado a vivir al margen de la música, la fama y todo lo demás.
“Todo, todo el tiempo”, dijo. Hay veces que te molesta todo todo el tiempo,
como si tuvieras una piedrecita permanente en el ojo, como si tuvieras un fuego
en la mirada. Como si estuvieras infectado por el virus de la salvación.
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