Todavía se cimbrea el aire humilde del genio en la
atmósfera plácida de este León nuestro que está en los cielos de la cultura.
Uno reconoce a un genio cuando lo ve, aunque no lo haya leído nunca, aunque no
lo haya oído nunca interpretar su música, aunque nunca haya visto un cuadro suyo o una fotografía. Y el miércoles por la
noche, bajo los focos que encendían el MUSAC, había un genio recogiendo un
premio. Cualquiera que hubiera estado allí lo habría sabido ver.
Yo ya venía avisado —tenía esa ventaja—, porque
tengo la suerte de aprender de mis alumnos y fue gracias a un antiguo alumno como
supe de la existencia de Mircea Cartarescu, un autor “en principio
desconocido”, o al menos desconocido para mí. Me lo enseñó mi querido Borja,
quien se asoma desde París a esta pequeña ventana leonesa de la radio, y me
habló con tanta pasión de sus escritos que me animé a acudir a la entrega del
último premio Leteo. No el último por ahora, sino lo que parece ser
definitivamente el último. No voy a llorar porque se pierda esta ocasión de
tener en León una vez al año a uno de los grandes genios de la literatura
mundial contemporánea, porque ya advirtió Saravia que no se trata de eso, así
es que me animo a compartir contigo un momento de magia como el que se nos
sirvió el miércoles a la luz de los ladrillos del Museo.
La magia estuvo en la voz de Cartarescu, que rasgó
el silencio con su milagro y descorchó escalofríos en toda columna vertebral.
Te traigo algunas de sus ideas para que las repienses, porque a mí todavía me
hacen pensar. Dijo algo así como esto: “el mundo tiene el diámetro de mi
cerebro y mi esperanza es poder reflejar todo lo que está a mi alrededor del
mismo modo en que lo hace una gota de rocío”. Luego habló del Wittgenstein del
Tractatus y recordó aquellos pensamientos que a mí tanto me turban, aquellos
pensamientos que me conducen a la jaula de hierro del lenguaje. El mundo es mi
mundo, porque el mundo es el lenguaje y los límites de mi mundo, son los
límites de mi lenguaje. Yo no puedo ir más allá de mis palabras. No puedo
escapar de esto que digo, porque hay un espacio para lo inexpresable, eso de lo
que el filósofo austríaco dijo que no se podía hablar, y ese espacio es el de
la poesía, el de la belleza, el de la gracia. Y cuando lo tocas, lo sabes, pero
no lo puedes decir, porque es inexpresable. En cambio, para un niño resulta
natural.
Entonces ocurrió el milagro y Cartarescu dijo lo que
nunca pensé que oiría. Dijo que escribir, para él, es un intento de poner
dinamita en la frente, de hacer volar en pedazos esa pared, ese límite, para
poder expresar lo inexpresable. Poder expresar lo inexpresable, salir de la
inexorable jaula de hierro del lenguaje, esa que nos deja perplejos, atrapados
por las palabras rituales, las palabras mágicas, las benditas palabras nuestras
de cada día que nos sacan al mundo de las flores y el rocío, ese espacio fuera
de los límites en el que vuela solo ya lo inexpresable, como ese caballo que
corre hacia la meta cuando el jockey sabe permitir que corra con toda su
potencia sin serle un peso, sin serle un freno, sin hacerle daño.
Luego dijo que su madre tenía el talento de soñar. Y
me quedé pensando si mis hijos sabrían reconocer en mí algún talento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario