Mañana se cumplirán veinte años desde que me vine a
vivir a León. Ya sabes de la canción, que si veinte años no es nada y febril la
mirada no sé cuántas cosas más y es verdad que es un suspiro. Era martes. Lo sé
porque era martes y trece y porque hay días que no se olvidan, creo.
Tengo que decirte que siento que en estos veinte
años no ha cambiado nada. Quizá es una impresión apresurada, quizá si me paro a
pensarlo me doy cuenta de que hay muchas cosas que ya no son como eran, pero me
pasa con la ciudad lo que con las personas. Te das cuenta de cómo han cambiado
cuando pasas mucho tiempo sin verlas, porque los cambios son graduales y los
vamos incorporando en nuestra conciencia sin ser conscientes de que lo hacemos.
Es un saber sin saber. Como esa Amargadulce
que viene mañana a El Albéitar para preguntarse por Dulcinea en un viaje de la
heroicidad al olvido en camino de ida y vuelta. ¡En veinte años pasan tantas
cosas! Cosas que nos cambian tanto que no se nos reconoce, pero que nos dejan
en la desnudez de lo que somos para que se nos encuentre. ¡Y no digamos en
cuarenta o en sesenta o en mil! Lo esencial permanece, es lo que hay de eterno,
eso que es modelo, como la dama que ilumina el ímpetu del caballero, como los
molinos de viento que se agigantan en sólida dificultad, como el propio
caballero de seso sorbido en lucha ciega contra “malvados follones”, en
permanente brega para “desfacer entuertos” en honor de la sin par Dulcinea.
Ciegos somos al pasar del tiempo.
Los modelos están para que nos reconozcamos en
ellos, para que suplamos la ceguera del tiempo. Me gusta esa idea de que la
realidad responde a estructuras geométricas, que todo lo que hay, hasta la más
caprichosa y desordenada de las formas, se puede dibujar siguiendo un patrón
matemático. El orden y el caos son la misma cosa. Así es que sí, en estos
veinte años, he creído ver el orden y el caos en el filo del mismo precipicio y
he creído sentir en mi propia vida el brillo de la luz más pura y la ceguera más
oscura en el mismo instante, bajo el mismo cielo de enero, con las mismas frías
pisadas de las calles de león en un día trece. “La última vez que nos vimos
estábamos en el hospital con nuestras hijas, pero la tuya estaba dando a luz”,
le dije. “Y la luz existe con independencia de mi ceguera”, hubiera debido
completar. Ciego como un Quijote a lomos de otro Clavileño.
Por
cierto, que hace veinte años no existía la Capital Española de la Gastronomía.
Ya somos CEG. Me encanta esta facilidad del español para el acrónimo. Y como
esa CEG que nos lleva al escaparate del turismo nos traerá muchos visitantes
extra, he querido celebrarlo con un juego de palabras y me he ido al
diccionario buscando palabras que empiezan por “ceg”. Te puedes imaginar que la
mayoría tienen que ver con la ceguera y por eso me he acordado ahora al decirte
que todo tiene luz y sombra máxima en el mismo contorno. Pero hay alguna más.
Me gusta “cegesimal” que nos sitúa en la medida, en el sistema de medidas en
centímetros, gramos y segundos. Un esfuerzo inútil por apretar la experiencia
en un corsé que se desborda. Mi preferida es “cegua”, que es “ciguanaba” y con
ella se refiere uno a un fantasma, pero no aquí, solo en algunos países centroamericanos.
Ciego, medida, fantasma.
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