Si tu rutina te llevaba por Doctor Fleming, vas a
entender muy bien algunas de las cosas que te quiero contar. Quizá estás ahora
en el atasco que se forma debajo de los pasos elevados de la Calle del
Príncipe, llegando a la glorieta que hay en Párroco Pablo Díez, o bordeando por
la Calle Astorga o callejeando hacia el Paseo de Salamanca. Puede que alguno de
estos días te hayas olvidado del corte de tráfico y te hayas encontrado de
manos a boca con las señales de prohibido el paso y hayas tenido que improvisar
una alternativa. Puede que seas de esas personas calculadoras y eficientes que
nunca se ven sorprendidas por estas circunstancias y tengas perfectamente
planificados tus trayectos. En cualquier caso, tus rutinas han sufrido una
variación. Durante los próximos meses tendrás que recalcular el trayecto para
llevar a los niños al cole, para ir a trabajar o para ir al supermercado, qué
se yo. Quizá sea una buena oportunidad para dejar el coche y redescubrir el
placer de caminar.
Fíjate que, en realidad, la variación que han
sufrido tus trayectos, aún en el caso de mayor atasco, no ha sido de más de
quince minutos. Cinco, diez minutos, quince como mucho. Y sentados en los
coches, esperando el turno para salir del pequeño atasco, adviertes los gestos
crispados, la irritación, el mal humor de los conductores que aguardan el turno
para llegar a la rotonda y escapar.
Hace poco estuve viendo en un periódico una
estadística sobre las ciudades más atascadas del mundo y el tiempo que se
pierde en los atascos. Decía el gráfico que, en 2017, en Los Ángeles se
perdieron 102 horas y, por ejemplo, en Moscú 91. No sé bien cómo se han hecho
estas mediciones y qué es exactamente lo que quieren decir, pero me doy cuenta
de que esos cuatro días de vida al año dedicados al atasco no tienen nada que
ver con nuestros diez minutos. Y, a pesar de todo, nos exasperamos. ¿Qué es lo
que nos tiene tan enfadados?
Puede que estemos tan irritables porque no actuamos
con libertad, porque nos hemos estrangulado en un papel social tan rígido, en unas
obligaciones sociales, económicas y morales tan tensas, que no somos capaces de
dejar el menor resquicio para que aparezca la espontaneidad. Y eso nos sitúa
siempre en la línea roja del enfado. Te cuento una historia para que veas cómo
funciona cuando lo hacemos al contrario. Este lunes de carnaval coincidí en una
fiesta con un amigo que tiene importantes responsabilidades políticas. No es de
aquí, así es que no trates de descubrir de quien se trata, porque no lo vas a
adivinar. Al comenzar la noche, como no nos gustan los disfraces ni a él, ni a
mí, ni a otros con los que estábamos en la fiesta, estuvimos charlando, tomando
alguna cerveza y hablando de tradiciones y cosas así, viejos chascarrillos,
bromas de factor común. Pero alguien en el grupo soltó la bomba: “¿Y si nos
disfrazamos? ¿Y si, sabiendo que nadie espera que lo hagamos, nos vestimos y
salimos a ver qué pasa?”
Te puedes imaginar lo que gozó. No hay palabras para
describir lo que destapó el hecho de poder hablar con libertad debajo de su
máscara con la gente de la calle. “Y es que nadie me conoce”, decía. “Puedo
hablar con cualquiera y no me conoce”. Y se salió de sus rutinas. Se salió de
su corsé. Y fue feliz unas horas. Es lo que la libertad esconde.
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