Un amigo me ha invitado a participar en una de esas
cadenas de FaceBook en las que nunca participo, ni él, ni, por lo visto,
ninguno de los que estamos participando. Se trataba, en principio, de elegir un
fotograma de una película en blanco y negro; un fotograma cada día durante
siete días. Tiene gracia que la cadena empezara el martes y que ayer jueves a
las nueve de la noche ya hubiera seis películas ensartadas en sus eslabones. Se
diría que se nos desbordó el entusiasmo. Yo mismo tuve que contenerme el martes
para no mandar mi fotograma hasta el miércoles, pero, a partir de un cierto
momento, la cadena ya ha funcionado imparable, saltándose ese requisito inicial
de siete pelis en siete días.
Te lo cuento porque, al ver la imagen del embajador
de Japón en su visita a León para participar en los actos de conmemoración del
centésimo quincuagésimo aniversario del establecimiento de relaciones
diplomáticas entre España y Japón, me he acordado de aquellas películas de
japoneses que tanto me impactaron de chico, no sé si el Puente sobre el río
Kwai, Objetivo Birmania o Destino Tokyo o quizá las tres y otras imágenes que
se me han ido mezclando con el tiempo; imágenes que proceden de películas
japonesas que me han atrapado también de mayor o puede que imágenes que yo
mismo haya podido construir devorando las páginas de Murakami, a quien tanto
admiro.
En esa vida en blanco y negro que es la memoria de
mi infancia las estampas se suceden en un carrusel tan dislocado que se convierte
en película, una película que se monta sin orden ni concierto, pero en la que,
curiosamente, hay un hueco que se escribe en japonés, quizá por las series
infantiles de dibujos animados que llegaban desde América con rasgos japoneses,
quizá por esos fotogramas en la tele de blanco y negro de los que te hablo.
Y ahora, cuando miro y veo a muchos jóvenes
atrapados en el universo “ánime”, me doy cuenta del modo en el que la cultura
es capaz de filtrarse en capilares ajenos. Es algo así como entender que la
idea de la interculturalidad no es una ficción literaria en los libros de
antropología. Comprender esa riqueza creo que es un reto para nuestro cascarón
puro de casta “leonesidad” o “españoleidad” o, si quieres que amplíe mucho las
fronteras, “occidentalidad”. Me parece que hay que romper esa cáscara y salir
de ella, que quizá un modo de salir del estancamiento económico en el que
estamos sea comprender la importancia de estar fuera de esa muralla protectora
que se derrumba por ósmosis, por esa capilaridad de base que es la cultura, por la fuerza de las
cosas. Ya. Ya sé que eso todos lo sabemos. Ya sé que es un lugar común y una
frase hecha y puede que hasta fácil, pero, ¿acaso no tenemos derecho a
repetirnos?
Hace unos días hablábamos de evolución a propósito
de los Heike, unos cangrejos del mar del Japón que han conseguido grabar en su
caparazón la cara de un samurái. Mientras contaba la historia del pequeño
Antoku y sus guerreros, me acordé de un leonés samurái, uno de esos muchos que
han roto el cascarón y se han ido, un ingeniero que trabaja y vive en Japón,
cuya gesta debería servir para hacer crecer lo que hay aquí. Me gustaría pensar
que, como en la cadena de la que te hablaba al principio, hay un impulso
imparable en la apertura.
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