Estaba en Puebla de Lillo. Habíamos estado hablando de
actuaciones educativas de éxito y al terminar, ellas, las maestras, se quedaban
todavía un poco más. Ya eran casi las siete y media. Las montañas, el propio
Susarón, lucían ese brillo de la nieve al caer la tarde y, como estaba nublado,
los grises afilaban el paisaje. La estampa era para una postal y me quedé un
segundo haciendo alguna foto, hasta que me di cuenta de que un jato ya de
tamaño importante se había colado por debajo de la valla y estaba pastando a
sus anchas en la hierba del cole. ¡Mira!, pensé, ¡el ternero también quiere
jugar en el patio del colegio!
Ya te puedes imaginar el despliegue cuando avisé a las
maestras: que si ponte por allí, que si estaos quietos que lo vais a espantar,
que si “hurria pallá”, que si “tira pallá”... No hubo mucho que hacer con el
ternero. Se ve que como vaqueros no tenemos ningún futuro. “Tranquilos”, dijo
la directora, “ahora llamo a Rosa y ya ella lo soluciona”. Y cerramos las
puertas del cole para que no se escapara hacia la carretera y se quedó allí, a
las faldas de las montañas, danzando entre los columpios a la espera de que
Rosa lo condujera de nuevo a su lugar. Había aprovechado un agujero en la
alambrada, o quizá lo había hecho él. La verdad es que pastaba con toda la
tranquilidad del mundo y hubiera estado allí sin causar ningún problema, hasta
que aparecimos con nuestra insensata idea de hacerle volver y le generamos un
estrés de domadores inexpertos que no sirvió absolutamente para nada. El
ternero jamás iba a volver a la finca vecina por el agujero que había usado
para escapar.
Pensé que esa idea de libertad ―de falsa libertad,
porque escapó de un cercado para encerrarse en otro―, esa idea de traspasar la
valla, no se había registrado en el cerebro del jato; que esa metáfora de
escapar por un agujero hacia un lugar mejor no formaba parte de la realidad del
animal, que se limitaba a mascar la hierba y después a escapar de los
aspavientos insensatos de un advenedizo e insensato gritón que no hizo otra
cosa sino molestar. Siento que nos ocurre a menudo que salimos por un agujero
inesperado de nuestra confortable rutina, de nuestro encierro inadvertido y
salimos a una vida que es la misma en lo esencial, pero que comporta enormes
diferencias. La única cuestión es si somos capaces de apreciarlas y si nos
sirven para algo, porque no veo al ternero subido en el balancín, o sí, que de
estas maestras de Puebla de Lillo se puede esperar cualquier cosa, porque si
hicieron un circo en un pasillo, si mantienen el pulso de ese cole contra toda
tempestad, capaces son de subir al ternero al columpio. Es solo darles algo de
tiempo para encontrar la forma.
Se nos olvida en la capital que existe la vida más
allá del Bernesga. Se nos llena el ombligo de la pelusa de la camiseta de felpa
de la gran ciudad y nos olvidamos de la vida diaria de la gente que en los
pueblos mantiene vivas tantas cosas. Se nos olvida incluso siendo de pueblo
como somos. Pero ahí están las mujeres. En este caso cuatro maestras que tiran
del carro del cole compaginando todos los días tantas cosas. Como tú, que haces
malabares para llegar a todos los frentes, lo sé. ¡Cuánto darías por encontrar
un agujero para salir al patio y darte cuatro mecidas de libertad en el
columpio del colegio!
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