La
imagen es una impresión más que un dibujo definido, es la vaga memoria de la
felicidad después de un par de cervezas tostadas en el taburete de los
recuerdos. La estampa es de cuando todavía los carros se movían con la fuerza
de las bestias, de cuando todavía los caminos no estaban hechos a los
todoterrenos, de cuando el tiempo se medía por cosechas.
“Señor
Manuel, ¿cómo es que viene usted tan contento?”, preguntó el maestro de
Sigüeya. “¡Y cómo no voy a venir contento, si las llevé en cachos y las traigo
enteras!”, contestó el señor Manuel que traía la música del carro lleno de
patatas recién recogidas coloreando la escena como la banda sonora de una gran
superproducción. El tiempo se detenía en las tareas. Ahora es momento de echar
patatas. Hay que echar las patatas en cachos para que luego la tierra las
devuelva enteras. La tierra y el agua. Y el trabajo.
El
maestro trae de su memoria aquel dibujo, pensando que era otra vida. No vamos a
decir mejor. Era otra. La vida de cuando uno es joven. Nos pasa eso muchas
veces, que echamos la vista atrás recordándonos en un mundo que queremos
comparar con este, aun sabiendo que el
mundo es este y no se puede comparar con ningún otro, a no ser en utopías,
fantasías o ensueños. “Lo que fue”, “lo que hubiera sido”, “lo que hubiera
podido ser”, “lo que me gustaría que fuera” frente a un implacable “lo que es”.
Por el camino las patatas, con su bicho, con su sulfato, con sus malas hierbas;
las mismas patatas de siempre o patatas reconstruidas con ingeniería genética.
Por el camino la vida chirriando en los ejes del carro, que chirrían siempre,
por mucho que los engrase el que no es tan “abandonao” como aquel.
Hablando
del carro del señor Manuel, el que lo contaba, que había sido maestro de
Sigüeya, se encendía hablando de aquellas fiestas, de aquel modo de ser, de
aquellas mujeres de bandera que hacían de la vida un sueño. Para otros. Siempre
para otros. Que él aquellos años vivía como ahora, en su eterno y romántico
amor. Solo que aquellas mujeres tan derechas, tan hechas a todo, le ponían a
uno a cien, aunque nunca pensara en nada más que en admirarlas. Y esa
expresión, “ponerse a cien”, hablando del carro del señor Manuel lleno de
patatas o de las mujeres de La Cabrera en aquellos años tan lejanos, aquellos
años tan Carnicer en los que Las Hurdes se llaman Cabrera o poco después, me
empuja a preguntarte por las cosas que te ponen a cien a ti. Ayer escuchaba a una
mujer ponerse a cien criticando la sentencia del caso de La Manada, un hombre
se ponía a cien desde su coche y le impedía salir de un aparcamiento en batería
a una mujer porque le había obligado a frenar, el vecino se ponía a cien el
miércoles gritando los goles del Madrid como si no hubiera en el mundo nada más
que el fútbol. ¿Qué cosas son las que te ponen a cien? ¿Lo has pensado? Seguro
que lo sabes: un olor, un gesto, el sonido de las ruedas de un carro.
Te digo yo otra cosa que te pone a cien: te pone a cien la DGT para arreglar el problema de la autovía de Benavente. Te pone a cien en el tobogán de la derecha porque si no vas a cien, te matas; pero te pone también a cien por la izquierda para que la cosa vaya por su carril. Y a mí me pone a cien que esa tenga que ser la solución del despropósito. Bueno, eso y que me escuches cada semana, seas quien seas y hagas lo que hagas.
Te digo yo otra cosa que te pone a cien: te pone a cien la DGT para arreglar el problema de la autovía de Benavente. Te pone a cien en el tobogán de la derecha porque si no vas a cien, te matas; pero te pone también a cien por la izquierda para que la cosa vaya por su carril. Y a mí me pone a cien que esa tenga que ser la solución del despropósito. Bueno, eso y que me escuches cada semana, seas quien seas y hagas lo que hagas.
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