La única prueba de que ha llegado la primavera,
además del olor a yerba recién segada en el Parque de Quevedo, es que ya hay
otra vez camas cruzadas en el Hospital. Este andancio tan leonés no es otra
cosa que una enfermedad epidémica leve que nos visita todos los años. Lo raro
es que, sabiendo de antemano cuándo se producen estos incrementos en la
incidencia del mal, no se hayan tomado medidas para abordar la avalancha. Al
menos eso era lo que denunciaban ayer los sindicatos.
La verdad es que esta primavera propia de los reinos
del norte de Juego de Tronos está dejando un implacable rastro de toses. Se
siente uno en Winterfell con estos días de viento frío y lluvia, días de
despertar de la savia dormida en el invierno, pero sin esa caricia agradable
del calor de las tierras del sur. Menos mal que ayer tuvimos un agujero de sol,
un poco de luz entre borrasca y borrasca. Lo comentábamos con colegas que nos
visitan estos días, colegas que vienen del verdadero norte, polacos, lituanos,
también franceses e ingleses y sobre todo con los que vienen del centro,
italianos del norte, croatas y del sur, los sorprendidos griegos, que no
esperaban una primavera de Invernalia a las puertas de León. Estuvimos paseando
por la ciudad aprovechando la tregua de sol de ayer y quedaba en ella el
resabio de los días de la Semana Santa, esa especie de resaca del lleno total.
Pese a todo, muchos grupos de visitantes seguían a sus guías todavía en estos
días de la semana después, como anunciando que por fin ya no es todo cosa de
Jueves y Viernes Santo, que hay algo que empieza a consolidar el destino León
como una opción sólida de turismo. Nos queda mucho por crecer, eso es cierto,
pero tenía la sensación, no sé si la fantasía, de que algo está cambiando. Ya
era hora.
Me pasó una cosa que quiero contarte. Cuando
estábamos viendo la catedral, en ese punto en el que se cruzan la nave central
con el crucero, ahí en donde yo creo que está el corazón de la belleza de la
luz y el equilibrio, un rayo de luz se colaba no sé por dónde, escapando al
tamizado de color de las vidrieras. Era un rayo de luz pura, que durante unos
segundos se detuvo en el pilar que separa el crucero del coro, ya sabes, ese
que está ahora acordonado, pero que tiene un banco en redondo tan gastado por
el tiempo que sentarse en él era transportarse a otras alturas. Y la luz
proyectada desde el exterior sobre la piedra formaba un pequeño círculo que al
bañar los nervios que recorren el pilar se acomodó a los pliegues doblándose en
forma de corazón. El efecto duró menos de un minuto. En lo que tardé en
intentar hacer la foto con el móvil se deshizo y solo pude captar una figura ya
desdibujada, sin la perfección del primer momento, pero todavía era un corazón.
Un corazón en la piedra, vivo ayer entre las doce y veintitrés y las doce y
veinticinco, una eternidad, un suspiro. Me da por pensar que lo eterno está
para albergar la belleza sublime de lo efímero.
Por eso
el andancio no es real, por eso el olor de la yerba recién cortada en el Parque
de Quevedo es el genial anuncio de la llegada de la primavera, la evidencia de
que uno se puede curar de cualquier mal con solo agarrase a esa sensación de
belleza y bienestar que es un dibujo en una piedra o un paseo, aunque sea frío,
por un parque.
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