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viernes, 22 de junio de 2018

Un mundo equivocado. (En Hoy por Hoy León, 22 de junio de 2018)


Todavía me queda pendiente regalar un grillo. Son cosas que te dejas sin hacer de tu programa de vida, como ir a la India o dormir en un iglú, ideas vagas que un día apuntaste en tu memoria con un “alguna vez me gustaría poder…” ― y te dejo sueltos los puntos suspensivos para que los rellenes ― o promesas que dejaste caer en un arrebato de emociones y que ahora ya te resultan imposibles: regalar un grillo, visitar la India, dormir en un iglú, calentarte los pies todas las noches, también en los veranos.

Lo raro es que nunca estás seguro de si lo traes escrito en los genes o si lo elaboras a cada instante con tus decisiones. A veces ocurre que programas una semana de paraíso y se termina en miércoles; a veces pasa que te ves subido a un patinete de esos que se mueven solos y nunca creíste que un aparato así existiera; a veces el grillo se escapa de la grillera y hay que perseguirlo por la casa, como aquel hámster que se metía todos los días detrás de la nevera. Y yo sigo sin saber muy bien si todo eso es fruto de una decisión propia. Me siento con la inercia de vivir en un mundo equivocado y trato de buscar ese momento de mi vida en el que por primera vez pueda ver más allá de mí mismo. Creo que eso se puede hacer, creo que se puede levantar la mirada tres palmos más allá de la propia ceguera: es lo que hablamos tantas veces, que la realidad no deja de ser una fantasía que damos por buena.

Ahora que empieza el verano y dejamos atrás una primavera loca de vaivenes, me apetece rebuscar en el programa y ver las cruces que me faltan por hacer. Es como coger el Programa de las Fiestas y marcar cruces en lo que no quieres perderte: los gigantes y cabezudos, el concurso hípico, los conciertos, el come y calle, las atracciones de la feria, el circo, los fuegos artificiales. “Este año bailaré con la Tarasca”. Marcas tu intento y te dices si está en tu mano o si crees que se te escapa y después resuelves que no hay nada que no puedas hacer o que todo te resulta imposible. Depende de si sabes bien hasta dónde llega tu miedo, si eres capaz de admitir cuánto estás dispuesto a conocer de ti mismo.

Cuando marcas las cruces de lo conseguido, se extiende todo lo programado, todo lo que queda sin realizar y te sientes como Sísifo con su piedra absurda, esforzándote en llevarla a lo más alto del monte para volver a subirla en cuanto caiga. Por eso es bueno devorar la fiesta y la alegría, por eso conviene desaparecer en el programa y fundirse en él. Un poco esa es la idea, que en lugar de hacer cruces en lo que te falta por hacer, puedas ser tú mismo eso que haces. Es un poco raro, ya lo sé, pero piénsalo de este modo: imagínate que estás caminando por el monte ―no ese monte al que hay que subir una y otra vez la carga de la vida, sino uno de los que están aquí tan a la mano― y miras todo lo que hay contigo y te dices que te sientes fenomenal allí. Puedes vivir ese momento observando todo como algo ajeno o puedes comprender que tú eres parte de la estampa, que eres un elemento natural más de la composición. Puedes subir marcando cada hito en la escalada o puedes ser parte de la subida, como esa cabra que se asoma desde una peña para salir en tu fotografía. Salirse del mundo es siempre vivir un mundo equivocado. Vivir siendo uno con el mundo mismo evita la posibilidad de error. Por eso, sé fiesta con la fiesta y no un mero espectador.

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