Todavía me queda pendiente regalar
un grillo. Son cosas que te dejas sin hacer de tu programa de vida, como ir a
la India o dormir en un iglú, ideas vagas que un día apuntaste en tu memoria
con un “alguna vez me gustaría poder…” ― y te dejo sueltos los puntos
suspensivos para que los rellenes ― o promesas que dejaste caer en un arrebato
de emociones y que ahora ya te resultan imposibles: regalar un grillo, visitar
la India, dormir en un iglú, calentarte los pies todas las noches, también en
los veranos.
Lo raro es que nunca estás seguro de
si lo traes escrito en los genes o si lo elaboras a cada instante con tus
decisiones. A veces ocurre que programas una semana de paraíso y se termina en
miércoles; a veces pasa que te ves subido a un patinete de esos que se mueven
solos y nunca creíste que un aparato así existiera; a veces el grillo se escapa
de la grillera y hay que perseguirlo por la casa, como aquel hámster que se
metía todos los días detrás de la nevera. Y yo sigo sin saber muy bien si todo
eso es fruto de una decisión propia. Me siento con la inercia de vivir en un
mundo equivocado y trato de buscar ese momento de mi vida en el que por primera
vez pueda ver más allá de mí mismo. Creo que eso se puede hacer, creo que se
puede levantar la mirada tres palmos más allá de la propia ceguera: es lo que
hablamos tantas veces, que la realidad no deja de ser una fantasía que damos
por buena.
Ahora que empieza el verano y
dejamos atrás una primavera loca de vaivenes, me apetece rebuscar en el programa
y ver las cruces que me faltan por hacer. Es como coger el Programa de las
Fiestas y marcar cruces en lo que no quieres perderte: los gigantes y
cabezudos, el concurso hípico, los conciertos, el come y calle, las atracciones
de la feria, el circo, los fuegos artificiales. “Este año bailaré con la
Tarasca”. Marcas tu intento y te dices si está en tu mano o si crees que se te
escapa y después resuelves que no hay nada que no puedas hacer o que todo te
resulta imposible. Depende de si sabes bien hasta dónde llega tu miedo, si eres
capaz de admitir cuánto estás dispuesto a conocer de ti mismo.
Cuando marcas las cruces de lo
conseguido, se extiende todo lo programado, todo lo que queda sin realizar y te
sientes como Sísifo con su piedra absurda, esforzándote en llevarla a lo más
alto del monte para volver a subirla en cuanto caiga. Por eso es bueno devorar
la fiesta y la alegría, por eso conviene desaparecer en el programa y fundirse en
él. Un poco esa es la idea, que en lugar de hacer cruces en lo que te falta por
hacer, puedas ser tú mismo eso que haces. Es un poco raro, ya lo sé, pero
piénsalo de este modo: imagínate que estás caminando por el monte ―no ese monte
al que hay que subir una y otra vez la carga de la vida, sino uno de los que
están aquí tan a la mano― y miras todo lo que hay contigo y te dices que te
sientes fenomenal allí. Puedes vivir ese momento observando todo como algo
ajeno o puedes comprender que tú eres parte de la estampa, que eres un elemento
natural más de la composición. Puedes subir marcando cada hito en la escalada o
puedes ser parte de la subida, como esa cabra que se asoma desde una peña para salir
en tu fotografía. Salirse del mundo es siempre vivir un mundo equivocado. Vivir
siendo uno con el mundo mismo evita la posibilidad de error. Por eso, sé fiesta
con la fiesta y no un mero espectador.
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