El
problema es que se te meta un tráiler en el salón. Lo bueno es que
lo haga a primera hora de la mañana, cuando todavía estás
durmiendo o ya te has levantado y estás desayunando en la cocina.
Pero estar sentado en el sofá viendo la tele y que te entre por la
pared la cabina de un camión debe de ser impresionante. Ya sabes que
pasó el miércoles en Calzada del Coto, que la carretera estaba
helada y había niebla y los bomberos tuvieron que acabar sacando al
chófer de la cabina del camión. Lo que no sé es si, entre que
venían y no los servicios de rescate, la gente de la casa le puso la
tele un rato o le pasó un café con leche y magdalenas por la
ventanilla. Quiero decir que es en un segundo cuando lo
extraordinario se mete en lo cotidiano y lo cambia todo. Me gusta
contar esta historia en tono jocoso, porque, aunque sea una faena el
estropicio del salón y el desaguisado del camión, solo es dinero y
cierta incomodidad, porque a veces, en uno de esos segundos, lo
cotidiano se pone tan patas arriba que no tiene remedio y ya hay
alguien que no va a estar o una vida que se pierde o que se cambia
para siempre o muchas o algo de eso irreparable que te anuda el
estómago y te saca de tu día sin avisarte. Es espantosamente
delgada una pared, cualquier pared. La del ventrículo derecho, la
pared abdominal, la pared del salón, la pared de la fachada de la
casa, la pared emocional que nos protege de la mala baba.
Espantosamente delgada, por fortuna, aunque exista el riesgo de
atropello domiciliario.
Nunca
he sabido comprar poesía. La poesía es un regalo que me llega y
nunca he sabido comprar poesía para mí, ni para otros. No sé cómo
se las arregla en sus caminos para llegarme a las arterias, a las
venas de delgada pared y avidez abierta, pero me llega sin el
obstáculo de la compra y, cuando la compro, yerro. Y es pared que
protege, la poesía. Delgada, ciertamente. Pero si quieres que el
mundo te llegue, necesitas que tu aislamiento sea delgado, no digo ya
permeable. Necesitas una película fina que no te aparte de todo, que
no te separe absolutamente. Ya lo harás cuando no te quede más
remedio y decidas no reconocer tu casa, o cuando las cosas se pongan
de manera que tu propio ser quien eres no te deje mirarte en los ojos
de tu hijo y le preguntes si ya ha llegado ese señor que dice que es
tu padre o cosas semejantes que te coloquen en el altar de lo
intocable, porque ya nada te alcanza. Ni camiones, ni poesías, ni
toda la mala baba del mundo contenida en un dedal de máxima ponzoña.
Hay un día en el que ya nada te araña, pero, mientras tanto, no hay
pared que te sujete, no hay muro que te aparte, no hay barrera que te
aleje. Todo está ahí, a un sencillo resbalón en el hielo entre la
niebla. La más sorprendente amenaza a tu íntima cotidianidad
confortable está en el siguiente suspiro. En cualquier momento te
entra un camión por la ventana. ¿Por qué empeñarse en reforzar
los muros?
Los
maestros les enseñan a los niños a superar situaciones de
descontrol emocional con técnicas divertidas. Una de ellas es la
técnica de la tortuga, que consiste en meterse en el caparazón
cuando se dice la palabra “tortuga” y aprovechar ese momento de
seguridad para relajarse. Pero el caparazón es pura imaginación: no
existe, eso ahora ya lo sabes. El autocontrol se aprende, pero puede
que a veces no impida que las paredes salten. Para la calma solo
vale la poesía. El resto es alarma o miedo o una estúpida sensación
de victoria.
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