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sábado, 19 de enero de 2019

Hacer como la tortuga. (En Hoy por Hoy León, 18 de enero de 2019)


El problema es que se te meta un tráiler en el salón. Lo bueno es que lo haga a primera hora de la mañana, cuando todavía estás durmiendo o ya te has levantado y estás desayunando en la cocina. Pero estar sentado en el sofá viendo la tele y que te entre por la pared la cabina de un camión debe de ser impresionante. Ya sabes que pasó el miércoles en Calzada del Coto, que la carretera estaba helada y había niebla y los bomberos tuvieron que acabar sacando al chófer de la cabina del camión. Lo que no sé es si, entre que venían y no los servicios de rescate, la gente de la casa le puso la tele un rato o le pasó un café con leche y magdalenas por la ventanilla. Quiero decir que es en un segundo cuando lo extraordinario se mete en lo cotidiano y lo cambia todo. Me gusta contar esta historia en tono jocoso, porque, aunque sea una faena el estropicio del salón y el desaguisado del camión, solo es dinero y cierta incomodidad, porque a veces, en uno de esos segundos, lo cotidiano se pone tan patas arriba que no tiene remedio y ya hay alguien que no va a estar o una vida que se pierde o que se cambia para siempre o muchas o algo de eso irreparable que te anuda el estómago y te saca de tu día sin avisarte. Es espantosamente delgada una pared, cualquier pared. La del ventrículo derecho, la pared abdominal, la pared del salón, la pared de la fachada de la casa, la pared emocional que nos protege de la mala baba. Espantosamente delgada, por fortuna, aunque exista el riesgo de atropello domiciliario.

Nunca he sabido comprar poesía. La poesía es un regalo que me llega y nunca he sabido comprar poesía para mí, ni para otros. No sé cómo se las arregla en sus caminos para llegarme a las arterias, a las venas de delgada pared y avidez abierta, pero me llega sin el obstáculo de la compra y, cuando la compro, yerro. Y es pared que protege, la poesía. Delgada, ciertamente. Pero si quieres que el mundo te llegue, necesitas que tu aislamiento sea delgado, no digo ya permeable. Necesitas una película fina que no te aparte de todo, que no te separe absolutamente. Ya lo harás cuando no te quede más remedio y decidas no reconocer tu casa, o cuando las cosas se pongan de manera que tu propio ser quien eres no te deje mirarte en los ojos de tu hijo y le preguntes si ya ha llegado ese señor que dice que es tu padre o cosas semejantes que te coloquen en el altar de lo intocable, porque ya nada te alcanza. Ni camiones, ni poesías, ni toda la mala baba del mundo contenida en un dedal de máxima ponzoña. Hay un día en el que ya nada te araña, pero, mientras tanto, no hay pared que te sujete, no hay muro que te aparte, no hay barrera que te aleje. Todo está ahí, a un sencillo resbalón en el hielo entre la niebla. La más sorprendente amenaza a tu íntima cotidianidad confortable está en el siguiente suspiro. En cualquier momento te entra un camión por la ventana. ¿Por qué empeñarse en reforzar los muros?

Los maestros les enseñan a los niños a superar situaciones de descontrol emocional con técnicas divertidas. Una de ellas es la técnica de la tortuga, que consiste en meterse en el caparazón cuando se dice la palabra “tortuga” y aprovechar ese momento de seguridad para relajarse. Pero el caparazón es pura imaginación: no existe, eso ahora ya lo sabes. El autocontrol se aprende, pero puede que a veces no impida que las paredes salten. Para la calma solo vale la poesía. El resto es alarma o miedo o una estúpida sensación de victoria.

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