Eusebio, ¿quiere una pera? ¡No! ¡No
quiere!, decía su mujer. Y era verdad que no la quería y que, por no querer, no
quería ni hablar. Porque cuando quería otras cosas bien que las conseguía, que
tuvo una hija a la que llamó Micaela y cuando tuvo una segunda y quiso llamarla
Micaela también, le dijeron en el Registro que eso no se podía, así es que la
llamó María Micaela, que ya no es lo mismo, pero sigue siendo lo mismo. Micaela
y María Micaela, hermanas. De peras, ni hablamos. Que no se me enfaden como le
pasó a la madre de Pedro Almodóvar cuando habló en una película de la muerte
del Torrezno, que parece ser que
familiares del tal Torrezno se
enteraron en el cine de la muerte del hermano y le afearon a la señora madre
del cineasta que sacase a relucir en público cosa tan privada de la que ni
siquiera se había enterado la familia. ¿Peras? No. No lo dice, pero no quiere,
que si hay familia de Micaela y de María Micaela escuchando el artículo no se
lo tomen a mal que es por ensalzar el coraje de Eusebio que lo cuento, porque
me parece que hay que ir limpiando las ideas y opiniones y vaciándolas de cosas
vagas. De peras, ni hablamos. Eso sí, Micaela, doble.
Lo que uno quiere y lo que le es
dado. Lo que uno pretende y lo que consigue. Lo que uno estima y lo que
alcanza. Ya estoy hablando de más. Si ya me has entendido, ¿para qué sigo? ¡Qué
necesidad de aclararme aclarando cosas, cuando yo ya sé lo que sé! Lo que uno
quiere, a veces, es inexpresable. ¡Las
peras de Dios!, que se atrevió a gritar el abuelo Criso en el cuento de
Pereira. Lo que uno persigue es en muchos casos sacudirse la abundancia, el
exceso, la invasión. Por eso digo que conviene aligerarse, decir en una línea
lo que no es preciso que se diga en dos. En eso Pereira era un maestro y la
mujer de Eusebio una diosa. ¡No! ¡No quiere peras! El padre de Micaela y de
María Micaela no necesita decirlo, porque ya lo dice en una línea su mujer.
Pienso muchas noches en todo lo que
me he ido dejando en el camino y me doy cuenta de que mucho de lo perdido me
aligera, pero me toco pérdidas que me vacían. Y veo bien la diferencia. No a
las peras, sí a las Micaelas. Hay mucho que te dejas en el camino hacia este
sitio que es “el ahora inmediato” y mucho con lo que te llenas. De lo que
pierdes ya te digo que hay que saber qué es lo que te aligera y qué lo que te
marca el vacío que te vuelve negra la sombra del estómago. De lo que llenas,
qué es ponzoña que envenena, qué es mantecosa estulticia que rebosa, qué es
metal envilecido que te arrastra y, por el contrario, qué hay de nuevo que te
trae aromas frescos, húmedas tierras fértiles como lagos que se secan y se
empapan, qué te llena de repetida sutileza. Pienso y enseguida duermo, porque
no hay nada atrás ni hay nada enfrente. Micaelas, peras, ideas en un trazo. Una
línea suelta que todo lo dice sin más retórica que dos o tres palabras justas,
atinadas, certeras.
Escribir en una línea, como Picasso pintaba.
Plantar perales con la abuela Társila en la genial hipnosis de Pereira. Decir
que dices “no”, sin que lo digas. Eusebio, ¿un puesto en las listas del Senado
o del Congreso? No, no quiere, que pasa con las listas lo que con la fruta.
Eusebio, ¿y si tuviera un hijo también se llamaría Micaela? Hay cosas que te
llenan y otras que te aligeran. Cosas que te dejan vacío y otras que te
emponzoñan. Peras, las justas.
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