Me sorprende que nos sorprenda el
problema de la despoblación de las zonas rurales. Parece lógico pensar que la
idea de que la economía debe crecer para ser sostenible conduce a una situación
de colapso en algún punto del sistema. Me explico: como uno cree que lo que hay
es lo que hay —ni un poco más, ni un poco menos—, me parece que hacer crecer
algo es a costa de que algo encoja. Sé que soy muy simplista en el
planteamiento, pero es que he visto que se hicieron crecer las ciudades para que
pudiese vivir en ellas la mano de obra que trabajaría en los polos de
crecimiento industrial y como por el camino se amasaron fortunas pegadas a la
argamasa de los ladrillos, el que más y el que menos pensó que esa era una
buena idea y que tener un piso en la ciudad era la mejor forma de invertir, así
es que ya no solo hacía falta mano de obra para la industria, sino que se
necesitaban también trabajadores para atender todo el fenómeno económico que la
cosa iba generando. Y se hicieron ciudades pensadas para crecer y se llenaron
con la gente del campo, que se encogía. Y las ciudades crecen y crecen: quinientas
en todo el mundo tienen más de un millón de habitantes, setenta por encima de
diez y hay dos que tienen más de treinta. Más de la mitad de la población vive
en las ciudades, que han crecido de manera descontrolada, pero que, a la vez
que crecen generando una oferta de viviendas que no puede asumir el mercado,
producen espacios de infravivienda socialmente inasumibles. Casas vacías en
monstruos que crecen, personas que viven entre las fauces del monstruo
desheredadas de la crisis y del grito de la llamada del oro. ¿Y ahora me dices
que las zonas rurales se están despoblando? No me lo puedo creer.
¿Qué es lo que se nos ha metido en
la cabeza para creer que solo se puede vivir en la ciudad? No lo puedo
comprender del todo, pero ahí estamos, alimentando el monstruo. Haciendo crecer
la cosa. Y ahora resulta que tenemos que volver a mirar a los pueblos.
Ahora que estamos solos caminando
por las calles de este sueño que fue un día una forma de vida, la forma de vida
real de la gente, la manera exacta en la que se vivía al ritmo de las
estaciones y de la luz de los días, vienes a decirme, desde la ciudad, que
tenemos un problema con la despoblación y que tenemos que reinventar formas de
fijar población en las zonas rurales. Me gusta que digas eso, porque me huele
otra vez a la llamada del oro. Ahora que se ha caído por los pies el monstruo
de barro del ladrillo con todas sus financieras consecuencias, me vienes a
hablar de polos de innovación, de imaginación, de transformación de los
espacios, de nuevas posibilidades. ¿Pero es que no estás viendo que no llueve?
¿No estás viendo que no hay nada que hacer ya con todo eso? Necesitamos parar,
parar un poco. Y pensar. Y comprender que no es crecer lo que necesitamos, sino
reorganizar. Ahora que estamos solos, ahora que todo el mundo se ha ido y nos
ha venido la bendita despoblación, ¿por qué no empezamos de nuevo? ¿Por qué no
probamos a hacer las cosas de otra manera, sin necesidad de tanto modelo de
innovación de manual de empresariales sino con un poco de sensatez y freno? Hay
gente que ha vuelto al pueblo. Con la ciudad puesta en el teletrabajo, es verdad,
pero se ha parado y se ha vuelto y se le nota en la cara la alegría del cambio.
Quizá eso solo sea llevar la ciudad al campo. Aquel cuento —ratón de campo,
ratón de ciudad— es el ratón inalámbrico de tu portátil, que funciona lo mismo
en Manhatan que en Veguellina.
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