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viernes, 5 de abril de 2019

Ahora que estamos solos. (En Hoy por Hoy León 29 de marzo de 2019)


Me sorprende que nos sorprenda el problema de la despoblación de las zonas rurales. Parece lógico pensar que la idea de que la economía debe crecer para ser sostenible conduce a una situación de colapso en algún punto del sistema. Me explico: como uno cree que lo que hay es lo que hay —ni un poco más, ni un poco menos—, me parece que hacer crecer algo es a costa de que algo encoja. Sé que soy muy simplista en el planteamiento, pero es que he visto que se hicieron crecer las ciudades para que pudiese vivir en ellas la mano de obra que trabajaría en los polos de crecimiento industrial y como por el camino se amasaron fortunas pegadas a la argamasa de los ladrillos, el que más y el que menos pensó que esa era una buena idea y que tener un piso en la ciudad era la mejor forma de invertir, así es que ya no solo hacía falta mano de obra para la industria, sino que se necesitaban también trabajadores para atender todo el fenómeno económico que la cosa iba generando. Y se hicieron ciudades pensadas para crecer y se llenaron con la gente del campo, que se encogía. Y las ciudades crecen y crecen: quinientas en todo el mundo tienen más de un millón de habitantes, setenta por encima de diez y hay dos que tienen más de treinta. Más de la mitad de la población vive en las ciudades, que han crecido de manera descontrolada, pero que, a la vez que crecen generando una oferta de viviendas que no puede asumir el mercado, producen espacios de infravivienda socialmente inasumibles. Casas vacías en monstruos que crecen, personas que viven entre las fauces del monstruo desheredadas de la crisis y del grito de la llamada del oro. ¿Y ahora me dices que las zonas rurales se están despoblando? No me lo puedo creer.

¿Qué es lo que se nos ha metido en la cabeza para creer que solo se puede vivir en la ciudad? No lo puedo comprender del todo, pero ahí estamos, alimentando el monstruo. Haciendo crecer la cosa. Y ahora resulta que tenemos que volver a mirar a los pueblos.

Ahora que estamos solos caminando por las calles de este sueño que fue un día una forma de vida, la forma de vida real de la gente, la manera exacta en la que se vivía al ritmo de las estaciones y de la luz de los días, vienes a decirme, desde la ciudad, que tenemos un problema con la despoblación y que tenemos que reinventar formas de fijar población en las zonas rurales. Me gusta que digas eso, porque me huele otra vez a la llamada del oro. Ahora que se ha caído por los pies el monstruo de barro del ladrillo con todas sus financieras consecuencias, me vienes a hablar de polos de innovación, de imaginación, de transformación de los espacios, de nuevas posibilidades. ¿Pero es que no estás viendo que no llueve? ¿No estás viendo que no hay nada que hacer ya con todo eso? Necesitamos parar, parar un poco. Y pensar. Y comprender que no es crecer lo que necesitamos, sino reorganizar. Ahora que estamos solos, ahora que todo el mundo se ha ido y nos ha venido la bendita despoblación, ¿por qué no empezamos de nuevo? ¿Por qué no probamos a hacer las cosas de otra manera, sin necesidad de tanto modelo de innovación de manual de empresariales sino con un poco de sensatez y freno? Hay gente que ha vuelto al pueblo. Con la ciudad puesta en el teletrabajo, es verdad, pero se ha parado y se ha vuelto y se le nota en la cara la alegría del cambio. Quizá eso solo sea llevar la ciudad al campo. Aquel cuento —ratón de campo, ratón de ciudad— es el ratón inalámbrico de tu portátil, que funciona lo mismo en Manhatan que en Veguellina.

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