En la fiesta de la entrega del
premio Leonés del Año había mucha luz. No lo digo por las lámparas, tan
exquisitas; ni por la mañana, tan luminosa; ni por las antorchas de las cámaras
de televisión o los fogonazos de las fotos, tan cegadores. Lo digo por las
presencias en un mediodía de martes —tan acostumbrados estamos a la fiesta en
fin de semana que nos suena diferente, pero los hay que somos de martes— tan de
parar y seguir, tan de brillar.
Hacer la fiesta en martes es una
voluntad de compromiso con lo cotidiano, me parece. Es como que no hace falta
señalar el día señalado, sino estar, reconocerse, reconocer y apreciar. ¿Que es
en martes?, pues en martes. Pero yo iba a lo de la luz, porque somos electrones
agitados, si es verdad que somos lo que somos porque el azar nos compone y debe
de haber algo de eso, porque uno se mira en la mañana —la luminosa mañana de
martes— y se encuentra, por despiste, como saliendo de un azar de años en un
mar de suelos y de ondas, una tristeza de días en la espalda cargada de los
trajes ya no grises, sino azules, de ese azul tan marino, tan de corbata, tan
del paso uniformado de los años. Esa pasión por el traje azul de la gala,
alguno más oscuro, muy oscuro, puede que negro. Azules de gama alta en el salón
de la fiesta, la elegante sobriedad del día señalado, un martes cualquiera. Azar
misterioso de la belleza de los colores de ellas en rayas multicolores, en
negros de estampa perfecta, en vuelos de rosa y cortes secos de verdes muy
oscuros. Una fiesta en martes de día cualquiera. Fiesta iluminada por las
presencias. Quizá también con la luz de aquellos que brillaron por su ausencia.
Y lo que pasa con las luces es que
atraen con su brillo. Ya, ya sé lo que me dices, que por aquí no voy bien, que
la siguiente frase es inexacta, porque voy a decir que ese brillo de la luz
atrae siempre a las polillas, que vuelan alrededor en sus locuras de
insignificante pirueta, pero no debe parecerte mal, porque yo me sé más polilla
que farola, yo me veo del revés y del derecho alrededor del brillo, mirándolo
todo con los ojos admirados ante tanta maravilla. Es verdad que pude ver —ese
martes tan de azul y fiesta— otras polillas que danzaban alrededor de luces
emergentes; alguna polilla de años que se afanaba por encontrar el calor de alguna
nueva luminaria. Me gustó en el fondo. No me produjo repulsa, lo confieso. Será
porque yo soy una polillita más zumbando ante cualquier destello de belleza.
Lo interesante es que las polillas se guían sin
problemas por la luz de las estrellas. Son capaces de orientarse en el cielo
verdadero sin tener ningún problema, pero se desorientan torpemente en la
artificial luminosidad de las farolas. Y, ¡ay de aquellas que se acercan
demasiado! Las que se acercan demasiado se achicharran en el calor incandescente
de la lámpara. Pero no tengas miedo: puedes creer que yo solo danzo alrededor
del brillo frío de las que son de LED, aunque enseguida me dirá mi amigo, ese
al que llamamos Buzo, que ningún brillo es del todo frío, que todas las
bombillas se calientan, sean de LED, incandescentes, halógenas, fluorescentes
compactas o lo que sean. Pero es que él solo sabe de las fiestas de los martes
—martes de rincón en la ventana, martes de blanco inmaculado, martes de alivio
del luto, martes de entraña— y del brillo en el fondo del mar de alguna
estrella. Azul fiesta. Luz.
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