Un niño estaba
jugando con la arena. Se le acercó intrigado otro muchacho de la misma edad.
¿Qué haces?, le preguntó. Un campo de fútbol, dijo. Y se pusieron a trabajar
sin decirse ni una palabra más hasta que el campo de fútbol estuvo terminado.
Lo miraron satisfechos y cada uno se fue por su lado, sin saber el nombre el
uno del otro, sin preguntarse por la raza o la religión o la tendencia
política. Sin tan siquiera saber si el campo era del Betis o del Sevilla, del
Madrid o del Barcelona. Sin la necesidad de hacerse fotos con el móvil para el
Instagram, sin más ni más: una colaboración eficaz para disfrutar de una obra
bien hecha.
Lo sé, después
algún otro niño disfrutaría al pisotear las gradas o algún caminante playero
metería el pie en el círculo central desdibujando las áreas o, con mucha, mucha
suerte, la marea devoraría la construcción sin dejar de ella el menor rastro.
No importa. Eso a ninguno de los dos muchachos les importó en absoluto, porque
todavía, por su edad, por su buena intención, por su pureza, tienen la mirada
puesta en lo que pasa y no en las consecuencias. Construyen por el gusto de
hacer algo y lo hacen en común sin preguntarse nada, porque todavía no les
importa en absoluto el resultado, ni la permanencia, ni el juicio de los otros.
No era una réplica de ningún campo conocido. De hecho, si no fuera por el
dibujo de las líneas del terreno de juego, hacía falta la imaginación de un
niño para saber que aquello era un campo de fútbol. Pero tenías que ver de qué
modo lo construyeron, sin decirse una palabra, sin hacerse ni un reproche, con
la diligencia de quien resuelve un asunto capital.
Me cuesta
venirme al runrún del día a día. Me gustaría poder seguir abandonado a esa vida
de calma y bienestar en la que hasta el asunto más capital del momento se
resuelve sin mirar las consecuencias, sin que a nadie le afecte nada, sin que
nadie pida explicaciones, sin que nadie mida, pese, calcule un porcentaje de
beneficio, sin que nadie pretenda ninguna difusión, un acto puro de creación,
un asunto capital, ya te digo.
Castillos de
arena, castillos en el aire, castillos con cimientos de barro. Castillos que
construyen Castilla, esa cuestión capital, que ha dado colorido a los
noticieros de la semana. Un León sin Androcles, que anda todavía con la espina
en una pata, cuestión capital, esperando a ese esclavo que se la arranque para
no tenerlo que devorar cuando se lo vuelva a encontrar en la arena del circo.
Me encanta de esa fábula la memoria de la fiera y me gusta, una vez más, el
acto desinteresado de Androcles que encuentra su premio sin buscarlo.
Cada vez creo más en
eso, en construir en la arena por el gusto de hacer algo con alguien, sin
ningún interés, sin ningún deseo de permanencia. Me parece que es verdad que
hasta el asunto más capital se convierte en anécdota con la suficiente
perspectiva.
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