Me gustaría pensar que esa historia tan horrible del
pegamento no ha existido. Me gustaría pensar que nunca a nadie se le ocurrió
algo semejante. Me gustaría pensar que la fantasía escapa al horror que
cosifica de ese modo tan espantoso a una mujer que dice que tenía miedo. Nunca
me atrevería a imaginar los motivos hondos de todo esto, pero sean cuales sean,
no alcanzo a comprender cómo a alguien se le ocurrió construir esta idea tan
macabra que nos coloca, como tantas veces, en la imagen de que la mujer es solo
una cosa, un fragmento roto que nadie sabe si se puede o no se puede volver a
pegar.
El pegamento es un poco el olor de la infancia, de
cuando pinchábamos el alfiler en el tubo azul de Imedio. Tengo en la memoria la
visita a la fábrica que hicimos de pequeños, allí en Calzada de Calatrava, el
pueblo de Almodóvar. Es una asociación inmediata en mis recuerdos: las vistas
interminables de La Mancha desde el castillo, el olor de la fábrica, las
películas de Almodóvar hablando de sí mismo y de su infancia, el alfiler
tapando el agujero en el tubo antes de colocar el capuchón de plástico. La
imaginación y la fantasía, como dos motores del deseo, habitaban las escaleras,
las saeteras, los adarves y hacían crecer los álbumes con cromos que no traían
como ahora ese carácter autoadhesivo. Recortábamos y pegábamos, hacíamos
figuras geométricas con cartulina y en todo estaba presente el olor de aquel
pegamento Imedio que en el recuerdo de la visita a la fábrica era también un
bocadillo de salchichón o de mortadela entre los peñascos del castillo cercano.
No sé de dónde se saca Almodóvar el río. Probablemente lo haya y yo no lo
conozco, pero está en las imágenes de dolor y de gloria que se pegan a mi
memoria como la imaginación y la fantasía. Paredes encaladas. Cuevas como las
de Paterna en el Pozo de la Nieve. Vida de antes de la vida. Vida cierta, con
el dolor y la gloria del tercermundismo, sin las mentiras absurdas de este
universo fake en el que nos acolchan.
La sociedad en la que estamos nos empuja de tal manera
que somos capaces de automutilarnos, aunque solo sea en el argumentario
imaginario de una denuncia fingida. La idea que da sentido a esto que digo no
es mía. Te la traigo como oro en paño para que la contemples: nos hemos convertido
en nuestra sociedad en sujetos de rendimiento. Lo que verdaderamente importa es
lo que somos capaces de producir y por eso terminamos ejerciendo violencia
sobre nosotros mismos, en la medida que nos autoexigimos y auto explotamos
hasta límites insospechados, lo que nos convierte en seres capaces de realizar
las más deleznables fantasías, de invadir los territorios más íntimos de las
personas, de llorar las mayores sinrazones de la imaginación. Y todo porque no
estamos a la altura. Nunca estamos a la altura. Nunca podemos satisfacer lo que
se espera de nosotros. El miedo no lo justifica todo.
Es más, me parece que el miedo no justifica nada.
Miedo y vergüenza. Imaginación y fantasía. Dolor y gloria. Sinónimos puros.
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