Me sobran razones para encender “hígado” en la luz que
titula esta entrada. Luego me regañáis y me decís que ya está bien de hablar de
mí mismo, de las cosas que me pasan y, más que nada, de las cosas tristes que
me pasan. Es verdad, debería eliminar la tristeza de cualquier acto de la vida
y comprender el estado de las cosas para transformarlo con alegría. Me dijo
hace poco una alumna que tendría que pensar cosas que la hicieran reflexionar
pero que no terminara llorando. Sonaba Amancio Prada cantando los versos de
Agustín García Calvo en su Libre te quiero y me di cuenta de que tenía
una arista de tristeza, aunque me sonase a himno de amor la voz de Amancio. Y
pensé si será que es triste la belleza. Pero no, no lo concedo, es
sensibilidad, consciencia. Siempre queda un velo de alegría en lo que te
emociona. Por ejemplo, tú, que ahora estás aquí conmigo, seas quien seas, me
escuchas y, por tu interés en lo que digo, sé que también piensas que todo
mordisco de vida se deshace en llanto y sonríes al comprenderlo. No hacen falta
imágenes emotivas ni música estremecedora. Solo te asomas a lo que pasa y te
sucede: con una sonrisa helada, lloras.
Enciendo “hígado” como entraña, como fábrica de
energía, como saco de entrenamiento en el que se reciben los directos o el gancho
de izquierda. El crochet en la mandíbula es el que te noquea, por eso el castigo
al hígado te corta el aire. Te deja a merced de lo que pasa. Enciendo esa
palabra en los neones del miedo, porque veo imposible encajar todo lo que veo.
Veo, veo. Una cosita que empieza a asustarme si no alcanzas a tener la
sensibilidad necesaria. No te pido que alcances un grado de maestría contra lo
injusto, no hace falta un doctorado en empatía. Pero necesito que me entiendas
como sé que me entiendes. Que me entiendas sin entender las palabras que te
digo. Esa cosa que nos pasa los viernes. Ya sé que, en cierto modo, has desistido
de entenderme y eso es el fin y el principio de todo esto. No entender nada
para sentirlo todo, cocerlo en el hígado, deshacerlo en la entraña. Hacer de lo
que te cuento algo irracional, pero entrañable. Algo que pueda transformarse en
puro ser tú. Me gusta tanto que me digas que no entiendes por qué te gusta lo
que digo, como me gusta que digas: “vaya, lo de Rafa, este ratito de calma”. Me
lo dijo un compañero este lunes bajo el sol de la Plaza del Cid, uno de
sensibilidad máxima, uno como tú, que se permite en la mañana de los viernes un
vermú monólogo que se pega al hígado como si nada.
Y todo esto porque llevo en las entrañas la puñalada
del sábado. Ese golpe fatal que se estrelló en un pecho, que brotó de una mano
armada, que se enfundó en un duelo de disputa exagerada, pero una desgracia que
se me clava en lo profundo, en el hígado mismo, en el sufrir nivel máximo de
toda escala, porque esa puñalada la sufrimos todos, pero también todos la
asestamos. Esa, y no solo esa, sino todas, todas las puñaladas en todos los
pechos y todas las espaldas, todos los cohetes, todas las piedras que puedan
llover contra el cielo. Todos los golpes, todo el daño y el dolor es cosa
nuestra. De todos los que miramos y encendemos el hígado con nuestra inseguridad,
por nuestra angustia, en nuestra forma de dibujar las caras. Tal vez no me
entiendas y puede que no compartas lo que digo, pero me basta con saber que la
música te suena y que estos minutos te acompañan y te calman.
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