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viernes, 15 de septiembre de 2023

Horror vacui. (En Hoy por Hoy León, 15 de septiembre de 2023)

    Esta semana he tenido ocasión de visitar algunos colegios. He estado en Villaquilambre, en Navatejera, en Villaobispo y en algunos de la propia ciudad de León. Créeme si te digo que he visto el brillo de la imaginación y del trabajo. Me siento como Adán comiendo de la manzana —literalmente tuve la oportunidad de coger una de un manzano que crece en el patio de uno de esos colegios y comerla como quien adquiere en ese gesto la virtud de discernir, la potestad de distinguir el bien y el mal, el pecaminoso bocado de la libertad— y ese mordisco, esa aceleración del tiempo, la expulsión del paraíso, la condena al sudor que perla la frente, me detuvo en la mañana de ayer en la idea de que todo es como siempre y todo es distinto, solo que nos acompaña en este tiempo nuevo una necesidad que quizá en otras vidas anteriores no tuvimos: una ilusión de necesidad, la enajenación del quehacer continuo. 

    Esa ilusión de exigente necesidad del quehacer permanente nos estampa contra el horror de los muros vacíos. Esa tendencia a llenar todos los espacios de elementos decorativos, que en el arte se denomina horror vacui, nos persigue en cada segundo de nuestros quehaceres y tendemos a ocuparnos a tiempo completo de ocio y negocio, de dichas y desdichas; nulos ante el consumo de todo cuanto consumible exista, ya sea bien material, emocional o intelectual. Bienes de consumo en trinidad exacta: hágase un dios de lo material, de lo emocional un credo, de lo intelectual, iglesia. Pero “allá en el fondo está la muerte”, que decía Cortázar en sus Instrucciones para dar cuerda a un reloj. “Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.”

    Ese horror vacui en el mural de nuestro tiempo no deja de ser una carrera contra el vacío que aguarda allá en el fondo, sea lo que sea ese fondo y sea lo que sea ese vacío, si es que es tal. Estamos cada minuto en la consternación por el tiempo perdido, cuando la carrera para ver que ya nada importa está en la primera zancada, en la que enseña que, en el fondo, nunca nada realmente importó, salvo la plenitud de cada instante vacío, cada hueco de comprensión inequívoca de que la belleza está a salvo siempre, ya sea bailando en la verbena, devorando una idea en la soledad del dormitorio insomne, escuchando las voces del día que te pellizcan entre las sábanas revueltas.

    Hay un hueco por llenar, una silla vacía, una sede vacante. Ese hecho nos enseña nuestra capacidad de responder, nuestra excepcional convicción de que las cosas pueden hacerse en toda circunstancia. No digo que no haya que ocupar el puesto —que las cosas no se hacen solas y siempre hay quien carga con responsabilidades que no le tocan—, pero sí digo que el flujo de la vida empuja en cada rincón del día y que los colegios que he visitado estaban repletos de ideas, proyectos y esperanza y que eso me hace pensar que quizá no sea tan importante llenarlo todo y que el vacío tal vez no sea tan malo.

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