En la planta menos uno del
Virgen Blanca está la Unidad de Custodia. Supongo que, por el nombre, en esa
unidad deben ingresar personas reclusas que necesitan de una atención médica
hospitalaria. También imagino que deben ingresar allí personas que padezcan
enfermedades psiquiátricas que puedan suponer un peligro para la integridad de
otros o para la integridad de sí mismos. Pero esto solo lo supongo, porque la
referencia a la existencia de esta Unidad me ha llegado por un camino que no
puedo desvelar. Uno nunca supone que existen soluciones a necesidades que nunca
ha tenido, o mejor dicho, aunque sabemos que hay necesidades que nunca hemos
tenido y suponemos que deben existir mecanismos de solución para problemas que
nunca han sido nuestros, no nos podemos imaginar qué soluciones ni qué
problemas son esos, hasta que la realidad nos roza con su dedo y nos pone
frente a frente en una de estas situaciones.
Te cuento todo esto porque
hace unos días me llegó la noticia del suicidio del hijo de un amigo mío. Era
un chico cariñoso, sin problemas, un chaval estupendo, que tenía la costumbre
de beber quizá un poco más de la cuenta cuando salía de fiesta, pero como
tantos otros. Un muchacho normal en una situación normal. Y, de repente, me
llega la noticia terrible de que se ha quitado la vida.
La persona que me contó la existencia de “la menos uno”, la planta en la que
está la Unidad de Custodia en el Hospital de León, sabe bien de qué te estoy
hablando. Le tuvieron encerrado allí hasta un treinta y uno de diciembre y
cuando el día uno quiso ir a felicitar el año a las personas con las que había
estado internado, no le dejaron entrar. “¿Tú sabes?”, me decía, “¡qué
impotencia, chico! No me dejaron saludar”. Después supo que dos de los que
habían estado con él se habían suicidado y lloró de pensar el dolor y la
tristeza que tenía esa gente sin que nadie se diera cuenta. Mientras me lo
contaba estaba sonando “Lágrimas negras”. Se oyen lágrimas negras, aunque me
cueste morir y permanezco ajeno al drama inmenso que se desata a cinco
centímetros de mi rutina. Pero no te dejes engañar. Esa distancia que te parece
tan pequeña es absolutamente insalvable y ni mi amigo, ni su mujer, ni los
amigos del chico, ni sus médicos, ni los dioses más cercanos pudieron prever el
dolor de su angustia. Esa distancia es eterna.
El dolor y la tristeza de
“la menos uno” no son reconocibles en ningún escáner. Todo lo verdaderamente
real es tan fugaz y tan íntimo que se escapa entre los dedos como el agua, que
creo que fue una canción que también intentó cantarse aquella noche. Me decía
mi hija ayer por la tarde que hay momentos en la vida que son mágicos,
instantáneas irrepetibles como la del día que paseábamos por una chopera y un
corzo que cruzaba por el camino se resbaló ante nuestras narices, nos miró
desde el suelo y se levantó de un salto. Yo la llevaba en una silla de ruedas.
Acababa de salir de una dolorosa operación. La belleza de aquel instante se
grabó para siempre en su memoria y desde entonces ha intentado repetir la
experiencia de encontrarse con un corzo en la misma chopera. Ayer me decía que
ya sabe que eso no puede ser, que el momento exacto en el que la magia se asomó
a su dolor fue aquel instante y que nunca más un corzo la volverá a mirar a los
ojos como aquel día. Saber esto, comprender la valiosa intensidad de cada
instante, es todo cuánto podemos hacer para aliviar el dolor que nos rodea. Eso
y completar un cuadro para organizar el alma.
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