Uno vive en la confianza de
que todo permanece, aun sabiendo que todo cambia. O al revés, uno vive en la
creencia de que todo cambia, cuando en realidad todo permanece. Cualquiera de
los dos pensamientos sirve. A pesar de los cambios aparentes o superficiales,
la esencia de las cosas queda. Nos salen arrugas, se nos cae el pelo, se nos
dibujan bolsas debajo de los ojos, pero somos los mismos. Nos vemos en el
espejo y, aunque no sabemos quién es ese extraño que nos mira desde el otro
lado, sabemos quiénes somos, quiénes seguimos siendo a pesar del paso de los
años. El árbol del jardín es el mismo, aunque haya crecido tanto y ahora que
todavía conserva sus hojas, es el mismo que el que será dentro de unos días
cuando sus ramas estén desnudas. Uno y el mismo siempre a pesar del cambio. Solo
que también nos damos cuenta de que cada cosa que hay en el mundo se deteriora
o se crea a cada instante, se degrada o se perfecciona. Todo, absolutamente
todo, natural o artificial, está sujeto al paso del tiempo a la modificación
permanente, al cambio eterno que construye la permanencia en el flujo de la
realidad. Siempre distinto, en su cambiar, y siempre el mismo, ya sabes, como
las aguas del río.
Entonces, ¿con qué nos
quedamos? ¿Un caos siempre cambiante con apariencia de unidad o un orden
perfecto escondido bajo una apariencia de permanente movimiento? En el fondo,
¿qué más dará una cosa que la otra? ¿A quién le importa todo ese rollo
metafísico? Me enredo en cuestiones que no tienen ningún interés. Me lo decían
hace poco, que ya lo hice el viernes pasado, que me había enrollado sin salir
hacia ninguna conclusión clara. Es verdad. Me pierdo en mis propios
pensamientos y luego no sé salir de ellos, pero debes perdonarme, es pura perplejidad.
Es la perplejidad en la que me encuentro leyendo alguna de las noticias de la
semana pasada. Una del sábado, creo, o de este lunes a cuenta de lo que ha
ocurrido con las novatadas en la ULE. Fijo que esta perplejidad mía no es
exclusiva de lo leonés, seguro que algo así ha ocurrido en otras universidades.
En el día de la integración, me ha parecido leer, a los jóvenes estudiantes que
llegaban por primera vez a la Universidad se les ató con cinta americana, se
les lanzaron huevos y harina y se les hizo tragar alcohol con un embudo. No sé
si tú sientes la misma náusea que yo, la misma perplejidad. Si luego los chicos
que entraron en el Hospital en coma etílico lo hacían por esto o por otra
causa, casi que me da igual. Solo pienso en la situación, en lo que alguien con
un mínimo de inteligencia pueda encontrar de divertido en la escena de un
muchacho atado tragando alcohol por un embudo. No me da la perplejidad para
soltar ni una carcajada. Me da igual si se trata de las mismas bromas de
siempre con otro aspecto o si se trata de nuevas bromas con la misma pinta de
salvajada de siempre. Y no me importa si quienes se sometieron a tal vejación
lo hicieron forzada o voluntariamente. No quiero juzgar en absoluto la conducta
de nadie. Solo me apetece expresar mi perplejidad. Mi deseo de que esto no suceda,
aunque haya muchos chicos a quienes les apetezca ser humillados de este modo.
No creas que me he quedado a
gusto. Ya sé que estoy exagerando. Debo podar las ramas antes de que se les caigan
las hojas. Pienso en los árboles. En su desmán. En el modo adecuado de
controlar su afanoso crecimiento. En esforzarme y podar los árboles ahora,
antes de que se les caigan las hojas y se queden podridas en el suelo.
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