“A mí es que es muy difícil
que algo no me guste”. La frase es de un amigo, mientras caminábamos por el
bosque que baja del mirador de Panderrueda hasta Oseja de Sajambre. Lo dijo, yo
lo sé, porque comentábamos lo hermoso que estaba el bosque, sacudiéndose el
verde de todos estos meses y luciendo los ocres, los rojizos, los marrones
teñidos por los carotenos. Habíamos dicho que el bosque nos arropaba en la
bajada y hablábamos de la calma, del silencio, de la deliciosa mañana de paseo
y comparábamos la suave marcha de ese día con otras caminatas más exigentes,
con otros paisajes más abiertos, con subidas a cotas más altas. Y no sabíamos
decidir qué momento era más satisfactorio, porque la belleza de ese bosque nos
atrapaba como lo habían hecho en otros días las peñas desnudas de otras
montañas. Y ahí lo dijo. Valdría decir que le gusta la naturaleza y que, en ese
sentido, igual de bien se siente en la arboleda que en la cumbre desnuda, pero
no dijo eso, sino que dijo que es muy difícil que algo no le guste y, cuando
alguien dice eso, se puede tomar por la vía del que no tiene criterio, del que
acepta como buena cualquier situación, del que devora cualquier bocado, el más
zafio y el más exquisito, con el mismo apetito voraz que no permite degustar
nada. En cambio, yo sé que no es así, que hay en la vida momentos en los que
encaja perfecto ese “es muy difícil que a mí algo no me guste”, porque son
momentos en los que sabes que todo es a favor, que ya has superado tantas
pruebas que vas a vivir cada historia como una posibilidad de gozo. Por eso
dijo Carlos que a él es muy difícil que algo no le guste, porque su sabiduría
le permite transmutar cada vivencia en un regalo, y eso que le ha tocado ir
viviendo, como a todos, un buen puñado de tragos malos.
El canchal, eso que dicen
los franceses que se llama “caos de rocas”, en este caso sembrado de rocas
enormes a la derecha del camino, el espectáculo de la montaña derretida, te
deja pensando en tu pequeñez casi en el mismo modo en que te sientes pequeño
cuando alcanzas una cima y admiras el dibujo de la cordillera o tienes el valle
inundado de nubes al alcance de tus pies. Pasear entre aquellas rocas enormes
arrancadas a la montaña, rocas que han ido acogiendo en su propia conformación
un conglomerado de otras piedras, te hace sentir pequeño, es cierto, pero esa
pequeñez te permite comprender que es muy difícil que algo no te guste. Y no se
trata de decir si es más bonito esto o aquello, si prefiero el vino del Bierzo
o el Prieto Picudo, si el queso de Valdeón o el de los Oteros, aunque pasando
por el Desfiladero de los Beyos, horas después, alguien decía que, como
siempre, la zona más bonita de los Picos de Europa es la que está en León y no
la que está en Asturias o en Cantabria. Luego, cuando cruzamos la raya de Oseja
y dejamos atrás León hubo que decir que en Asturias los Picos de Europa siguen
siendo una joya, porque todos nos habíamos contagiado de esa idea, la de que es
muy difícil que algo no me guste, cuando tengo claro que estoy buscando la belleza.
Ahora que tenemos el AVE
sobrevolando nuestro futuro, ahora que todo el mundo reclama tanto la marca
León como un destino tan a la mano, ahora que parece que ya no va a haber dos
oficinas de turismo y que se unificarán acciones, propongo ese eslogan, porque ya
no sé si es que nos parece bien todo y lo mismo nos da ocho que ochenta o es
que somos capaces de hacer de cualquier cosa algo valioso.
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