Llevo quince días sin leer
un periódico, sin ver una noticia, sin oír la radio, sin echar un ojo a
Twitter, ni asomarme a Facebook. Se puede decir que he vivido en la ignorancia,
en la absoluta ignorancia. Y debo decirte que eso no me ha hecho más feliz. Al
contrario. Para empezar, me deja sin tema para este artículo, porque siempre me
pide Chechu que hable de algo que tenga que ver con León y tengo que confesarte
que estoy tan fuera de juego que no tengo ni idea de qué decirte. Ayer por la
mañana vine al centro para resolver unos asuntos y al marchar otra vez al
pueblo me pasé por uno de los centros comerciales que estaba invadido por los
que buscan gangas en las rebajas, los que devuelven compras o los que
entretienen la lluvia al calor de las tiendas. Me sentí arropado por la gente y
esa sensación de desamparo que últimamente me acompaña a todas partes,
desapareció.
Debería decirte que era
odioso el enjambre de compradores afanados en sus quehaceres, pero no fue esa
la impresión que tuve. Al contrario, invertí más tiempo del que necesitaba y me
dejé arropar por el vaivén de la masa en los pasillos. Se despejó por un
momento esa sombra de tristeza que me acompaña en estos días y me convertí en
una hormiguita más de las que paseaban sus bolsas hasta el coche. Incluso tuve
ocasión de charlar con dos personas conocidas, que me recordaron, cada una
desde su estantería de recuerdos, que vale la pena seguir trabajando en esto en
lo que yo trabajo y que, aunque parezca que todo el torbellino de carne y huesos
que entra y sale sudoroso de los probadores es pura tragedia consumista, no es
así y hay en todos ellos un destello, el brillo de una inteligencia en marcha,
un toque de conciencia que nos coloca a años luz de la mera mercancía. Se ve
que, aunque nos luzca decir que no es así, la llamita de la educación prende en
la mayoría de las personas y eso hace que sean mejores y que el conjunto de la
masa en movimiento compulsivo comprador sea menos desolador de lo que
banalmente nuestra culta estulticia a veces presupone.
Te había prometido titular
este artículo, “solo los facinerosos me hablan”, pero te voy a hacer una trampa
y te lo voy a esconder en esta línea para comprobar si lo has escuchado o, al
menos si lo has leído. Sé que en tu silla del éxito, y del esfuerzo, desde ese
despacho en tu estudio de Londres en el que proyectas grandes obras para países
exóticos, la vida pequeña de un centro comercial en el primer día de rebajas es
muy poca cosa, pero fíjate: yo me sentía solo y perdido; tenía en la cabeza
aquella idea que te comenté la Noche de Reyes de que solo los facinerosos me
hablan y encontré en la gente el calor de la vida diaria y me sentí una persona
nueva, alguien que pudiera tener algo que decir.
No es esa la epifanía, de la
que habla Murakami en su primera novela, pero algo semejante. Es como esa cabra
que describe el genial escritor japonés. Una cabra que lleva colgando a todas
partes un pesadísimo reloj que no funciona, hasta que se encuentra con un
conejo, que le pregunta por qué lo hace. Y como resulta que ella solo sabe
decir que es la costumbre, que lleva esa carga desde hace mucho tiempo, el
conejo un día le regala una caja en la que hay un reloj ligero que marca bien
la hora. La cuestión no es ser o no facineroso, la cuestión es saber si llevas
una carga por costumbre y cómo quitártela de encima.
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