Cuando lo único que
queda es el relato objetivo de los hechos, lo que hacemos es poner al
descubierto de manera estentórea el fracaso indiscutible de la verdad. Si lo
único que sabemos decir es lo que ha pasado, nunca sabremos qué es lo que
verdaderamente ha pasado. Parece un mero juego de palabras, pero pretende ser
algo más. Se trata de hacerte ver que, cuando acudimos a la mera enumeración de
lo que ha pasado para explicar un suceso, es porque no estamos seguros de estar
contando la verdad. Lo pensaba anteayer, al leer las primeras noticias acerca
de la muerte de la senadora Rita Barberá, notas escuetas en las que se relataba
sucintamente lo sucedido, noticias en las que todavía nadie se atrevía a hacer
valoraciones, solo la tenebrosa objetividad. Y esa tenebrosa objetividad es la
que dispara todas las teorías conspiranoicas, que se cierran a medida que la
oscura objetividad se va llenando de detalles subjetivos, valoraciones,
impresiones, gestos. Cuando eso que nos pasa deja de ser objetivo y se integra
en la subjetividad de la noticia, entonces se hace más creíble, más luminoso,
más cierto, aunque pueda estar sesgado.
No me hagas un relato objetivo de las cosas que suceden.
Píntamelo de ilusiones, de deseos, de frustraciones si quieres, pero no me lo
des sin más como una lista de la compra, como un menú de un programa
informático, como un índice de un manual de antropología. Lo humano es la
interpretación.
Hay veces en la vida que sabemos que hemos hecho mal las
cosas, que no hemos ido por el camino correcto, porque hemos hecho daño a otras
personas, porque hemos sido egoístas, porque hemos actuado de manera
irresponsable. Pero es extraño tener que decidir cuál es el camino correcto o
pretender hacerlo con una relación objetiva de razones. Cada vez me convenzo
más de la necesidad de abordar la vida con la humildad subjetiva del que sabe
que no existe una verdad que se pueda describir, ni siquiera en una noticia
breve sobre la muerte de una persona, si me apuras, mucho menos en un caso como
este. Sea la persona que sea, sea la circunstancia que sea.
Me dirás que vivo en un mundo de ponis, que me instalo en el
arcoíris de la infancia para no afrontar la dura, la cruda, la perversa
realidad, pero es que no hay más mundo que este y yo prefiero entender que está
lleno de magia, de ilusiones subjetivas que alteran, que dan color a la
objetividad más tenebrosa. Por eso es tan importante el brillo del mago, el
polvo de estrellas en la manga del ilusionista, la varita mágica, la chistera.
Cuando mi hija era una niña, jugaba con ponis. Le gustaban aquellos ponis de
colorines que todavía hoy aparecen en una serie de animación: “My Little Pony:
la magia de la amistad”. Y ese es el corazón del asunto, el modo en el que se
unen diferentes ponis que representan los Elementos de la Armonía con la Magia
de la Amistad, para conseguir triunfar sobre el mal, que se transforma, dejando
atrás la oscuridad, en la brillante Princesa Luna. Es la magia, que todo lo
hace brillar, como brillará León esta Navidad con el Decimotercer Festival
Internacional de Magia que ahora se nos anuncia contra la más pura y estricta
objetividad.
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