Ya
sabes que hay veces que decimos que se nos funde un fusible y tomamos
decisiones alocadas o desmedidas o desalmadas. Como que se nos queda hueca una
parte del cerebro o del corazón, depende del registro en el que se instale la caja
de los fusibles, y actuamos sin que todos los circuitos estén a pleno
rendimiento. Esa frase tan popular cuando los contadores estaban en las casas y
tenían una pieza de porcelana con un alambre, ha ido perdiendo su referencia,
pero no significado. Todavía decimos cuando estamos muy cansados que llegamos
con los “plomos fundidos”, describiendo aquel momento de palmatoria y
desesperación en el que había que arreglar los fusibles para recuperar la
corriente eléctrica. Y se nos “funden los plomos” cuando algo nos llega de
manera tan profunda que nos desborda, cuando la intensidad de la corriente que
nos recorre es excesiva. A veces pasa. A veces se nos funden los plomos.
Me
gusta pensar que ese “fusible” nuestro podría traducirse en “sensible”, que ese
hilo de cobre que protege las instalaciones eléctricas es un cordón de
sentimientos cuando se trata de proteger nuestro corazón o una cinta de
sinapsis neuronales que conducen a algún rincón especialmente recóndito, cuando
lo que se protege es el cerebro. Y ocurre que, a veces, esa delicada fibra se
abrasa por la intensidad de lo que sucede. Vengo pensándolo desde hace tiempo,
desde que un compañero me contó cómo falleció su esposa mientras iban al
hospital. Me contó que, mientras iban en el taxi, notó en su propia mano la
mano de ella dejando de palpitar.
También
lo he sentido este fin de semana con el fallecimiento del esposo de una
compañera. Un fallecimiento repentino. Una brutalidad de la naturaleza
arrebatando la vida a un hombre todavía tan joven. En el tanatorio, un profesor
con nombre de profeta aseguraba que estas situaciones nos colocan, que, en
contra de lo que muchos dicen, algo así no nos descoloca, sino que nos sitúa en
el momento exacto en el que estamos, en el lugar único que ocupamos; El tiempo
y el espacio que nos corresponden. Aquí y ahora, realidad total, sea tenebrosa
o ese soñado mundo de ponis. “Lo que quiero es no hacer nada y luego descansar”,
dijo alguien a quien quiero mucho y que ahora no puede moverse. “Hemos venido a
sufrir y a trabajar; Estoy enfermo; Vamos a perder nuestra amistad; El amor es
imposible; Estoy muerto de asco; Estoy fundido”. ¡Cuántas veces empleamos
decretos semejantes sin darnos cuenta de que decir esas cosas de nosotros
termina por construir nuestra propia realidad!
Y
llega un día en el que se te funden los fusibles. Se te estropea el “sensible”
y te conviertes no en un insensible, sino en uno de esos “sin sensibles”, gente
que está ya tan requemada que no tiene ni un hilito de sensibilidad. Era lunes.
Hacía una tarde espléndida de sol. La iglesia de Carbajal se había quedado
pequeña para acompañar a las tres mujeres que lloraban sin cesar. El coro
cantaba que, al final, es de amor de lo único que habrá examen. Y yo sentía que
la intensidad del momento sobrepasaba el amperaje de mi “sensible” y notaba el
olor de lo que se me requemaba por dentro. “Rafa, cariño, ¡apestas!”, me dije.
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