Mi primera intención ha sido titular este artículo
“hacer el jabalí”. Se me había ocurrido a cuenta de un paseo que he dado hace
poco por el Faedo de Ciñera y resulta que ese “hacer el jabalí” ha cobrado vida
con el vídeo que ya habrás visto en el que un grupo de senderistas hace caer a
uno de estos animales por un precipicio de la Ruta del Cares.
Ya ves. Yo que iba a hacer una broma sobre los
gritos que unos jóvenes paseantes proferían en la calma del bosque de hayas de
Ciñera y resulta que me encuentro hoy con la noticia de estos otros caminantes bautizados
senderistas que empujan a un jabalí hasta que se despeña. Si te fijas en el
vídeo, del grupo de personas que matan al animal, los hay que lo hacen con
miedo, con cierta reserva, con distancia. También hay quien actúa con la
seguridad del que hace lo que debe, los que sencillamente miran y dos que
deciden grabar el momento con sus cámaras: uno que se ve y el que no sale en
las imágenes, pero que nos sirve el punto de vista desde el que contemplamos la
escena. A pesar del respeto que produce un jabalí que te aparece en el camino,
me cuesta entender lo necesario de la acción. Quizá sencillamente se les fue la
mano, quizá se dejaron llevar por el impulso del miedo, quizá se vieron en el
borde del precipicio y decidieron en un acto heroico que se trataba de ellos o
del animal. Explicación habrá. Es solo que, visto desde fuera, quien parece
estar haciendo el jabalí no es precisamente el jabalí. Y lo que es más
asombroso es que alguien difunda el vídeo de la hazaña. Parece que no nos damos
cuenta de las consecuencias que tiene pulsar el botón “enviar” o “publicar”.
Creo que esa inconsciencia con la que usamos las redes sociales es, antes que
nada, el fruto de nuestra ignorancia, pero también de nuestra falsa inocencia,
de nuestra extraña manera de abordar la vida: seguimos siendo infantiles
perdiendo la pureza de la infancia.
¿Qué les pasaba a esos jóvenes que gritaban en Ciñera
perturbando la magia del Faedo? ¿Por qué se divertían molestando al resto con
sus alaridos? Entiendo su entusiasmo, porque el bosque estaba precioso y hacía
un día de luz espléndida y el sol se ponía levantando brillos en las escasas
hojas que todavía andaban por las ramas de las hayas y ya sabes cómo es el
Faedo, que a lo mejor no es el más espectacular de todos los que tenemos, pero
tiene la fuerza de la mina en sus entrañas, la belleza de la piedra descarnada
en sus extremos, la magia del abrazo en el arroyo, en el alfombrado de otoño,
en las retorcidas ramas de los cuentos. Sonaron los gritos en esa atmósfera de
cuento que flotaba como las motas de polvo en el sol del invierno en aquella
galería de los juguetes, esa terraza en la que tenías las Nancys o los indios
del fuerte. Rasgaron sus voces la cristalera de la infancia. No importó, porque
los colores del otoño se mantuvieron firmes en la retina de los que no habían
salido a sacar fotos que nadie verá luego. ¡Qué torpes
somos! ¿Quién nos enseña a salirnos de la infancia sin decirnos que no es menos
infantil quien más grita o quien más empuja?
A medida que uno crece pierde lo que sabía de niño.
A medida que uno crece va olvidando lo que sabe. El lunes es el Día Internacional
de la Infancia; busca un minuto para tu recuerdo.
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