Desde hace siete años tiene una ocupación todos los
días. No puede faltar ninguno. Cada día, antes de que se ponga el sol, tiene
que sacar a su mascota y no ha fallado desde entonces ni uno solo. “Y es un
bicho que no te tiene ningún cariño”, me decía. “Es un bicho muy territorial
que sabe que tiene comida fácil. En realidad no es que vuelva cada tarde, es
que nunca se ha ido”. Son los sacrificios ocultos de la cetrería, eso que no se
ve en las exhibiciones. Cuando el cetrero le levanta la capucha al halcón, hay
un bufido de desprecio. Un gesto contra el domador domado, ese que tiene que
estirar el brazo con el guante, ese que tiene que llevar a su halcón al palomar
para que pueda satisfacer la pulsión ciega de la caza, el instinto de muerte.
Yo añoro a mis dos perros. Los dos han muerto, quizá
por mi inconsciencia, porque cuando muere quien depende tanto de ti puede que
haya algo en lo que no has estado del todo atento. Digo puede, solo puede,
porque ojalá que fuésemos capaces de controlar todos los factores, aunque esa
angustia de sabernos controladores perfectos también acabaría con nosotros. Es
verdad que en la historia del halcón hay un doble fondo de animal libre y
prisionero que no comparte la vida de humano de la mayoría de las mascotas
perro, para quienes queda muy atrás la categoría mascota y adquieren, cuando
menos, la de compañero, amigo, y hay hasta quienes llegan a concederles la
condición de hijo, de bebé, de hermano. Un halcón no es nada de eso. En un
halcón uno admira la belleza del vuelo, la velocidad del rayo, la determinación
de la caza. Son cosas que imagino, porque nunca se me habría ocurrido tener un
halcón como mascota, pero, cuando escuchaba esta historia de amor esclavo,
-¡siete años sin dejar de volar todos los días a su halcón!- pensé en el viejo
chiste del perro que saca a su amo a pasear, esa inversión de términos en la
que el cetrero es la mascota del halcón, ese desplazamiento del centro del
universo que no nos terminamos de creer a pesar de lo que demostró Copérnico.
Me siento mascota de mi trabajo, de mis pequeñas
adicciones. Mascota de la incierta soledad del miedo permanente a la desdicha,
mascota de mis propias engreídas pretensiones. Estás en la rueda del hámster
todas las mañanas revolviendo el café mientras escuchas en la radio las
noticias. Estás en el laberinto de la rata caminando hacia el trabajo o al
mercado o a llevar a los niños al colegio. Estás en la celda del zoo a la hora
de la comida, en el foso de los osos polares a la de la siesta, en la falsa
libertad del estanque de los peces dorados cuando llega la tarde y te
desperezas de tus rutinas. Duermes en el terrario de las arañas. Eres halcón
brillante en alguno de tus sueños y regresas al brazo del cetrero y a la
caperuza con el ruido del despertador. ¡Todos los días del año volando al
halcón para que no se muera!
Pero si se muere, te cuento un secreto: hay un
pequeño cementerio de mascotas en un pueblo de aquí al lado. Los niños
descansan su miedo cuando entierran a su mascota muerta y me han soplado que
alguna madre ha sabido improvisar un pequeño cementerio en Canaleja, un lugar
en el que descansan las mascotas y tienen flores y adornos y reciben lluvias y
nieve y sol y viento.
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