Pasaba buscando aparcamiento y vi que, en una tienda
que está al comienzo de Lope de Vega según se entra desde la Gran Vía de San
Marcos y que hace esquina con Joaquina Vedruna, un conocido tomaba medidas del
escaparate, de la fachada, de los espacios entre las cristaleras. Una señora
sacaba su todoterreno del aparcamiento y, mientras maniobraba, yo esperaba para
ocupar su hueco y observaba a este viejo conocido mío, que sé que es
arquitecto. Tengo que decirte que la señora necesitó más espacio del que yo le
había dejado para poder salir y, aunque me venía muy bien ese sitio que ella
amablemente me cedía, tuve que seguir hacia adelante porque ya tenía detrás
otros conductores que me urgían y que no me permitieron ir marcha atrás para facilitar
la maniobra de aquella dama tan gentil.
Era todo muy fino, muy de perfume caro de esos que
no huelen pero están. El arquitecto se afanaba en sus medidas, la señora se
retorcía elegante y sobria en la suave dirección de su cochazo y yo esperaba
paciente a que saliera. Paciente y absorto en la tarea del arquitecto, que
medía y remedía y anotaba y se mordía el labio preocupado, quizá visualizando
ya el resultado de su actuación. Hasta que quise dejar más hueco y el conductor
de un coche rojo que esperaba detrás me hizo unos movimientos de kárate que
advertí por el espejo y comprendí que aquel no era mi lugar.
Di la vuelta por Santo Domingo y, cuando volví a
entrar en Lope de Vega, ya no había dónde aparcar y esa escena de gentil
bonhomía se había esfumado en la preocupación de los primeros goterones de la
tormenta. Ya todo era ansiedad y prisa. Yo mismo conducía alterado por una aceleración
extraña y el tráfico se hacía pesado e irritante en un segundo, justo en el
momento del chaparrón.
Creo que en la radio hablaban de la consulta de
Podemos, que Monedero decía algo de chabolas, pero ya no sé si era en ese
momento o en otro y pensé en mis amigos arquitectos, en el modo en que se han
tenido que reinventar desde la crisis. Recordé que el martes, justo el martes,
justo cuando se publicó que este viernes Correos pondrá a la venta el sello de
la catedral ―esta vez sí, esta vez nuestra catedral―, había estado hablando de
arquitectura efímera con un amigo y discutimos sobre los límites del mundo ―si
los tuviera― y del lenguaje y sobre la posibilidad de que la arquitectura,
cualquier arquitectura, no sea efímera y contemplando la estampa del arquitecto
que mide la tienda contra las perlas y el rubio de tinte exclusivo de aquella
señora, pensé en chabolas y en la aspiración legítima de que tus hijos se críen
en una casa con jardín y en el modo en el que uno sabe si puede hacer frente a
su hipoteca, en los límites de la hipoteca ―si los tuviera― y en el modo que toda
arquitectura es efímera, como es efímera toda convicción, porque la solidez es
del instante y en ese devenir permanente que es el todo, ni aún recorriendo
todos los caminos se pueden alcanzar los confines del alma ―si los tuviera―; tal
es su profundidad.
Pero dejaremos en paz a Heráclito y sus aforismos. Pensaremos
en una arquitectura que no sea efímera, oleremos a crema hidratante y
buscaremos una casa sin rejas. El sábado conocí a una mujer experta en vender
miedo. Te diré que su marido maneja los cuchillos como pocos y que está
deseando cortar una cecina que no sea de récord. Ella sabe que toda seguridad
es efímera y te coloca una alarma en cuanto te ve temblar.
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