Una de mis canciones favoritas es “Después de la
tormenta”, el tema que mi querido Pablo Sánchez compuso desde su batería para
“Falsos Pies”, un mítico grupo de los ochenta que es poco conocido, pero que
llenó muchas de mis tardes de “cassette” y folios en blanco. La poesía de Pablo
es como un disparo de vértices de sueños
inalcanzables; un aldabonazo a cuerpo
abierto. Y la voz de José Manuel, recuperada en unos vídeos que andan por
la red, me recuerda que hoy venimos para
esperar lluvias intensas. Hace treinta años de esto. En realidad, de mis
tardes de folios en la Olivetti portátil y papel de calco, muchos más, y me doy
cuenta de que la ausencia de Antonio, aquel al que todos decíamos “Zoñe”, quien
empezó en el grupo cuando todavía eran los “Pseudópodos Radiales”, es un grito
de escape, una forma de avisar de la desarticulación definitiva de la banda.
Una total desarticulación.
Pensarás que me lo estoy inventando. Echarás la
mirada a la lista de tus grupos y no encontrarás nada de lo que te cuento.
Quizá le preguntes a Kike Cardiaco, que se lo sabe todo de esta música, y te
dirá que ese grupo no le suena, que pudiera tratarse de una argucia de
escritor, pero no es verdad. Yo sé bien de lo que te hablo y tú también, porque
no conoces los nombres, pero los cambias por otros y, si te empeñas, te
descubres en aquella habitación de los dieciocho años con un disco en la mano,
repasando las letras que se van a quedar en una esquina de tu historia para
toda la vida. ¿Te has fijado en la capacidad para aprender letras de canciones
que tienen los adolescentes? ¿Te das cuenta de que no has olvidado aquellas que
aprendiste? Falsos pies me llevan.
Me gustaría comprender qué es lo que hay después de
la tormenta. Ayer, mientras escribía, pensaba en hablarte de eso en lo que se
convertirá el mercadillo, ese mercadillo silencioso y sin regateos que procura
la nueva ordenanza. Mientras buscaba las palabras, me descubrí murmurando “al
euro, al euro” y empecé a decirlo en voz alta, a gritarlo en la soledad de mi
mesa de trabajo. Me levanté gritando “que me los quitan de las manos” y vi que
estaba allí la tormenta. Una tormenta sin truenos, sin relámpagos, una tormenta
de agua y viento, de las que dejan el olor de tierra mojada suspendido entre
las robinias, arrancando a pellizquitos el pan y quesillo de entre las hojas.
Lo que hay después de la tormenta no puede saberse. ¿Qué harán en este
mercadillo tan a la inglesa los ambulantes de grito y regateo?
Y mientras veía la lluvia en los parterres me
acordaba de que todos los años los libreros tienen que mojarse. Es una
tradición la lluvia en la Feria del Libro. Como que hace falta ese tinajón de
agua para limpiar malos humos, deseos insensatos, envidias mal llevadas,
tensiones desmedidas; todas esas fuerzas de la naturaleza que desata el genio
de los artistas cuando se juntan y hablan de sí mismos y de sus obras; cuando
desgranan el secreto de la mercancía y pregonan el género con músicas y plumas
de pavo real. ¡Vamos señores, que tenemos unos sonetos fresquitos de poeta
desarticulado! ¡Barato, barato, un cuento y una novela por el precio de una
sinrazón que a mi razón se hace para poder quejarse a gusto de la vuestra
fermosura!
Después de la tormenta lo que queda es otra vez la Feria. ¡Me
encanta!
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