No te lo vas a creer, pero, hasta esta semana, no
había pasado por Ordoño desde que se abrió de nuevo al tráfico. Tampoco me
había fijado antes, si es que estaban cuando pasé caminando durante las obras,
en las nuevas jardineras, los bancos, las flores ornamentales, toda esa
sensación de novedad y lustre que luce el asfalto reluciente. Discutían unos
amigos sobre si la actuación ha resuelto el problema estructural de fondo o si
las cosas siguen como estaban. Y me quedé un poco en esa idea vieja de cambiar
todo para que todo siga igual.
¿Te fijas en que esa es la idea base que
descubrieron los primeros griegos cuando empezaron a pensar sobre la
naturaleza? Todo cambia, ya sea en apariencia, como decían algunos; ya sea en
realidad, como sostenían la mayoría. Todo cambia, pero, por debajo de ese
permanente cambiar, hay una idea de permanencia, algo que subyace. Unos lo
entendieron de un modo absolutamente material, otros de un modo formal, pero
siempre consideraron esa idea de totalidad. Al mirar con ojos nuevos la
controvertida actuación en la principal arteria comercial de la ciudad, veo
desde el coche las flores y las marquesinas, los bancos, las jardineras, pero
sobre todas las cosas veo el asfalto y me acuerdo de una discusión de este verano
sobre el sentido de la palabra “progreso”. ¿Calles empedradas o calzada de
asfalto? ¿Fachadas de cal luminosa o funcional ladrillo visto? ¿Luz amarilla de
melancólicos reflejos o luminosos LED de poca potencia? ¿Casas antiguas de
arquitectura tradicional o modernos bloques de cemento y cristaleras?
Si te digo la verdad, al pasar con el coche por
Ordoño no eché de menos los adoquines, pero la suavidad del asfalto me hizo
sentir extraño. Quizá la mejor actuación habría sido que no circularan coches en ningún
caso, quizá habría que haber buscado el equilibrio entre el sueño de un mundo
sin tráfico y la presión imparable del progreso, o eso que hemos convenido en
llamar progreso. Dejaremos para otro momento esa discusión, la que nos obliga a
repensar qué es progresar y si todos pensamos que significa lo mismo en todos
los contextos.
Quiero pensar que se puede progresar sin daño, que
es necesario quitar y poner adoquines, recolocar las piedras sin estropear la
plaza. Me hablaba una compañera de sostenibilidad, de hacer sostenible lo que
se cae solo y ella me decía que el mejor modo es la
cirugía, la selección, el levantamiento de barreras. Yo no estoy tan seguro.
Creo que hacer sostenible lo que se cae es hacer reformas profundas, construir
sobre pilares sólidos y no poner diques que parchean o sencillamente colocar
cuatro flores y tres lazos. El progreso y la sostenibilidad tienen que ser
posibles, como el consumo y la belleza, como la técnica y el arte. No basta con
quitar los adoquines. No basta con aligerar de árboles las aceras. No basta con
limitar los carriles. Cuando avanzar es perder la magia, uno no sabe si vale la
pena.
Es ese
anuncio de la radio que plantea preguntas imposibles. Ese en el que se pregunta
por qué en las fotos antiguas nadie sonríe. Yo creo que es porque en aquellas
fotos todavía existía la magia, todavía los retratados se asomaban al fogonazo
del polvo de magnesio con el asombro ante la maravilla, eso que, a base de
progresar, hemos perdido.
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