Me
cuesta no decirte sus nombres, porque me gustaría poder darle valor
a cosas que nadie valora y sería justo que ellas supiesen que,
cuando todo el mundo las denosta, a mí me parece valioso algo que
hacen, pero hasta eso hay que quitárselo y tienen que permanecer en
el silencio de las heroínas anónimas.
A
la primera de ellas le había preguntado por qué se comportaba de
ese modo y dijo que no sabía, que solo sabía que se aburría y que
es verdad que había cometido un desacato. Lo dijo mirando a su madre
a los ojos, buscando una complicidad que obtuvo, una caricia en la
mirada, un gesto cómplice de madre que se derrite con el el calor
del cariño de su niña, su pequeña, su niña pequeña. Y le hizo
una caricia en el pelo mientras la miraba a los ojos y decía
“desacato” en un tono cuartelesco totalmente inapropiado,
con tanto amor por su madre que aflojaba toda la gravedad del
desencuentro, la entrevista acusadora y se abría de par en par la
sonrisa del triunfo. Esa seguridad de haber ganado todos los
corazones: el entregado, el acusador, el imparcial. Los corazones que
bombean la misma sangre. Había un universo de luz en sus
movimientos, en el silencio de su madre, en su bienestar en esos
minutos en los que el ahogo se había fundido en brillo, porque
sabía que una vez más era la protagonista, la estrella, la autora
de aquel irreverente desacato.
También
ese día, el desconsuelo. El llanto desbordado de otras dos niñas al
conocer las historias de los niños reclutados como soldados en
alguna de las guerras silentes africanas. La seguridad de la niña de
la sonrisa y su desacato y la sensibilidad de las otras, incapaces de
soportar semejante injusticia puestas en el mismo espacio,
concentradas en unas horas del mismo día, alimentan la idea de que
el valor de las cosas está en la mirada del que observa. Por eso
creo que es tan importante hacerse consciente de lo que hay, de la
realidad esa que tanto me preocupa. Ha sido muy celebrado un artículo
de Vicent, que tituló “Líderes”, en el que habla de ciudadanos
con talento que cumplen con su deber, trabajan y callan frente a
los que hablan, generalmente a gritos, ya sea porque son líderes
de opinión o políticos nefastos. Yo
quiero hablarte de estas dos clases de niñas, dos clases de niñas
que no se oponen, sino que se complementan: las que lloran su
sensibilidad y las que sonríen su fuerza. Me gustan las dos. Valoro
las dos, pero me gustaría que venciesen sus miedos y dejasen de lado
el desacato y la impotencia. Me gustaría ver que saben poner el
color que le falta a sus virtudes, como quien vierte tomate en el
arroz. Sé que las que son sensibles lo conseguirán, porque el
sistema hará que mejoren. Dudo que la desafiante sonrisa del
desacato lo consiga.
Entre tanto,
seguimos construyendo mundo desde la injusticia. Con esa gran
recogida de alimentos que se anuncia para el fin de semana,
parchearemos, y que conste que no es poco, el desequilibrio que hace
llorar a unos y vivir en la furia a otros. Sé que esta es una
iniciativa que resolverá muchos problemas. Sé que, más allá de
impotencia y desacato, están los garbanzos, la leche, los pañales.
Los alimentos que dan color a la comida. Porque hemos aprendido un
poco a dar valor a lo que lo tiene y el color de las cosas que comes
es una llave contra el hambre. Necesitamos colorear el intestino en
la mirada.
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