Hay una necesidad
de convertir lo cotidiano en ritual que nos lleva a entrar en la cancha botando
sobre el pie derecho, tocar los tres palos de la portería o colocar el
calzoncillo antes de hacer el saque. Los deportistas de élite repiten sus supersticiones
en las cámaras de televisión y los millones de mirones integramos la normalidad
del gesto. Incorporamos lo ritual a nuestra vida y nos hacemos parroquianos de
una u otra religión y se nos reconoce por ello. Por eso los habituales del
teatro comemos un huevo frito con pimentón en el bar de la esquina antes de ir
al Auditorio. Los ritos tienen que ser conocidos por muchos y comprendidos por
pocos: la clave está en la experiencia de la fe.
Por eso dices
“treinta y tres”, cuando el médico te lo pide. Podrías decir “naranjal” o
“niveladora”, pero dices “treinta y tres”, que no es una palabra cualquiera,
sino que tiene un significado más allá de la necesidad de auscultar líquidos o
masas densas en los pulmones. Está claro que en otros idiomas dicen otras cosas
cuando se abandonan al frío del estetoscopio, pero nosotros hemos elegido ese
preciso “treinta y tres”, que no “veintitrés mil trescientos”. Diga “veintitrés
mil trescientos”, o mejor, diga “Valdelugueros”. ¿No te parece que
“Valdelugueros” es una palabra lo bastante sonora como para una auscultación?
En lo cotidiano
está lo ritual. Estaba en esas conmigo mismo el miércoles antes del teatro,
cuando apareció un contertulio de otras temporadas de los del viernes y le
dimos la vuelta a cuatro cosas sin quejarnos demasiado, que, en realidad, —no
sé dónde lo he oído, pero que me gusta tanto que me lo apropio— solo tenemos
derecho a llorar por un ojo. Luego nos dio por pensar en la media de edad de
los que estábamos en el Auditorio y nos hizo bien sentirnos jóvenes rodeados de
tanta experiencia, con la esperanza de que cuando los jóvenes sean mayores,
todo se mantenga. Y yo observaba los rituales de los saludos y los afables
movimientos de cabeza empatizando con el comentario del conocido o del admirado
abogado o del viejo profesor, apurando el tiempo antes de ocupar el sitio y que
se apagaran las luces para que empezase la función. Rituales.
Con las primeras frases
me quedé enganchado en la pregunta clave: ¿qué es lo que finalmente optamos por
guardar? Quizá solo conservamos eso que no somos capaces de tirar. Todos hemos
tenido una caja cerrada desde la última mudanza, una caja inútil que no hemos
sido capaces de tirar. ¿Qué hay en esa caja? Es muy obvio hablarte de una caja
llena de recuerdos, una caja con sus monstruos y sus mentiras, con sus oscuros
momentos que no se deben volver a mirar. Yo tengo los míos entre el pecho y la
espalda, en esa caja que desvela su impostura en el estetoscopio cada vez que
digo “treinta y tres” o cosa semejante.
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