Cuando
sonaba la alarma en las películas de James Bond era como una sirena continua
que se convertía en un espacio sonoro de fondo, algo que no hacía daño, pero
que estaba sonando de manera machacona los veinte últimos minutos de la
película. No es que haya pensado que estamos en los veinte últimos minutos de
nuestra película, aunque todo es tan apocalíptico que vaya usted a saber, pero
sí que me he querido parar a escuchar cómo suena este estado nuestro de alarma.
Para
empezar, a muchos, a la mayoría, me parece, nos han borrado el sonido de la
alarma del móvil y ya no nos despertamos con los horarios rígidos de la jornada
laboral. Tampoco es esa ausencia de despertador del fin de semana, pero esos
pajaritos y esa musiquita mona con la que te levanta el móvil todas las mañanas
has dejado de escucharla. Ahora te despiertas con otros sonidos y tu vida se
acomoda a otros ritmos. Quizá lo primero que te saca del sueño es el sonido de
un WhatsApp que te entra con la última ocurrencia, el primer disparate del día
o la pregunta inquieta de alguien que está pendiente de tu salud. Así es que,
lo primero que ha hecho la alarma es quitar el sonido de la alarma de tu móvil.
En
la madrugada la alarma suena silenciosa. El río, el viento en los árboles, el
sonido azul de algún destello de un coche de la policía. En la madrugada el
silencio es la alarma y a medida que sale el sol, los tiempos se recomponen,
los coches circulan, las máquinas empiezan sus trabajos, el sonido de alarma se
disfraza con una apariencia de normalidad, porque, en cuánto te fijas un poco,
te das cuenta de que las palomas se han hecho las dueñas de la ciudad. Ya lo
eran antes, casi seguro, pero es que ahora su sonido se extiende en la mañana
sorteando cualquier ruido de fondo. Algún carrito de la compra. Perros
disfrutando del privilegio de un mundo solo para ellos y para sus dueños, pero
sin ladridos, en un vagar silencioso que no alcanza a romper con las barreras
del ruido.
Luego
la alarma se detiene al mediodía y la tarde se aplana, salvo en algunos
edificios, como el mío, en el que un saxofonista aficionado nos alarma con sus
pasodobles, boleros y demás piezas bailables repetidas todos los días entre las
cinco y las siete. Llega un momento en el que ya no lo oyes, pero tu estado de
alarma te lleva canturreando por el pasillo aquello de “solo te pido que me
hagas la vida agradable, si decides vivirla conmigo”.
Y, a las ocho, el sonido
de la alarma es el aplauso, el final del día, la rutina esperada para sacar la
cara a la calle y espantar el encierro. Y así es como suena el día, así y con
la mirada fija en una limonada en alguna playa del verano.
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