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viernes, 18 de marzo de 2022

Debajo de un cielo de arena. (En Hoy por Hoy León, 18 de marzo de 2022)

    Hemos vivido la especia: el desierto suspendido en el aliento; la tierra llovida del cielo; el barro destartalado en la atmósfera. Esa pieza de irrealidad que no encajaba el miércoles en el puzle de la semana no se paraba en las nubes y se acostaba en la chapa de los coches, en las baldosas de las aceras, en el aluminio de las barandas. La presencia invisible del polvo rojo -marciano, saharaui- empaquetaba el día en una atmósfera de cosas imposibles. Hoy el gris perfila mejor los contornos y dibuja más exactas las figuras, de manera que nos vemos menos en lo incierto de días tan de escalera como los que traemos y es más una vida de rellano o de patio o de salón con orejero. Es como si esa falsa realidad rojiza de polvo fertilizante nos hubiera dejado exhaustos y necesitásemos de una colchoneta de nube y gris, agua pura que de verdad limpiase tanta infección y dejase esa fértil carga de plancton alimentar la vida.

    No sé si lo habrás leído. El caso es que, consecuencia de que para todo hay teorías, con esto del polvo de la calima hay quienes nos hablan de una mano maligna que nos arrasa con isótopos suspendidos en las partículas de arena y hay quienes se empeñan en bendecir el fenómeno porque, entre sus bondades, está la de trasladar microorganismos a miles de kilómetros para producir un efecto benéfico hasta en los pobres suelos amazónicos. El mal y el bien sobre nuestras cabezas, una vez más y como siempre. El mal y el bien bailoteando en el balanceo del viento, en el halo del propio aliento, en el magnetismo poderoso del hierro, el potasio, el fósforo… ¡Yo qué sé qué elementos sustanciales suspendidos en el ambiente fantasmal del miércoles!

    Y el terremoto, y la guerra en Ucrania, y la mirada asustada de un niño sirio que se siente acorralado por los que no saben entender lo que viaja en su mochila, y todas las guerras, y las uñas devoradas de los muchachos inseguros, y la ira del miércoles, la ira del jueves, la ira de los días eléctricos que no descargan en lluvia, la ira que se acumula en el páncreas, en las lumbares, en el corazón sin plancton de los que no quieren la fertilidad de la concordia. La exigencia de lo que es mío y solo mío, lo que me pertenece, lo que me corresponde, lo que se me debe, lo que me he ganado, lo que nadie me puede tocar, mi tesoro. La exigencia insensata que no escucha lo que sucede a cinco pulgadas de distancia, que no separa el eco, que no atiende ni tan siquiera a las miradas. Esa exigencia que ya no estamos en disposición de aguantar más tras esta lluvia eléctrica de plancton y de isótopos, este cielo que ha absorbido tierra y la ha devuelto suspendida, con toda la gracia de una puesta en escena de apocalipsis zombi, de distopía de batallas por gasolina y coches que son armas de guerra, de naves que levantan polvo, volando como insectos de alas zumbadoras por encima de enormes gusanos que se mueven atraídos por el ruido y se tragan todo lo que pueda disturbar el silencio plácido de la arena cayendo de vuelta hacia la tierra. La misma tierra, aunque, en la seguridad gris de la mañana leonesa, pudiera parecernos que esa tierra fuera otra.

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