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viernes, 4 de marzo de 2022

Fuera de la zona de visibilidad. (En Hoy por Hoy León. 4 de marzo de 2022)

    En este tiempo de miedo, en el que deberíamos haber aprendido la necesidad que tenemos de estar cerca de los otros por habernos visto obligados de esa manera tan terrorífica a mantener las distancias, nos hemos acostumbrado a escapar al roce, a evitar el abrazo; no te digo ya lo extraños que se nos han hecho los besos. Este tiempo de miedo que ha vestido de seguridad las distancias nos ha colocado al margen de las cosas y hemos hecho zonas invisibles a menos de dos metros de distancia.

    Pienso en la voracidad del tiempo. Me veo en este día de marzo que parece tan lejano de aquel otro en el que todavía pensábamos que algo pasaba en China y en Italia, pero que no nos llegaba porque era algo distante, algo que sería una gripe, un ligero contratiempo, un daño imaginado, pero inocente. Me veo en este día recordando cómo era la vida de un cuatro de marzo de hace dos años y pienso en el modo en el que el tiempo nos rebasa, el hambre de la experiencia que se lo come todo. Hace tanto de todo aquello. Pero mi fantasía no se detiene y busca más atrás en el tiempo, y aún más atrás, en momentos en los que la vida no estaba acanalada y borboteaba por todas partes como lo hace ahora para quienes estén hirviendo en tiempo y energía. Veo a los niños y a los adolescentes leoneses en sus jaulitas de barrio, en sus dorados palanquines de las afueras, en sus celdillas del centro de la ciudad, acodados a pizarras eternas que ahora lucen electrónicas y tal vez sin tiza, hambrientos de vida y de deseos, muertos de imágenes y glorias, encendidos en mundos virtuales, metaversos de interior, granos y cremas, miedo y temeridad. Te hablo de los leoneses porque son los míos, pero te hablaría de cualesquiera otros, porque son intercambiables en este mundo sin barreras que no tiene distancias.

    Claro que esto que te cuento sirve solo para el estándar. Son intercambiables, sí, pero solo si están en la mediana, si responden a lo esperado, si funcionan. Pero, al lado de esa gran masa de normalidad, hay más vida, hay otras luces no menos brillantes, aunque sean eco del fracaso y la exclusión: los que no son como todos, los que están en la distancia a pesar de rozarnos con su inquietud incontenible, los que mantienen su diferencia, por voluntad propia o por caída libre, fuera de la zona de visibilidad. No te hablo de los chicos que vienen de Siria escapando de un horror que parece que ya no existiera, ni los que nos llegarán de Ucrania o los que pertenecen a minorías étnicas o inmigrantes. Te hablo de los que están fuera del foco, los que pasan desapercibidos a los ojos del sistema, los que se quedan en el camino al lado del centro de atención; esos que son invisibles a la educación, los elementales del cambio, la fuerza real transformadora que se pierde alrededor del embudo, entre los agujeros del colador. Esos que no vemos por la distancia que impone nuestra ceguera deberían ser el objeto de todo esfuerzo educativo. Son invisibles, pero son.

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